lunes, 18 de mayo de 2015

Retomando la actividad

Hola a todos los que dejaron comentarios, gracias.
Hola a todos los futuros visitantes.
Retomo la actividad en mi viejo blog!!!!

viernes, 24 de julio de 2009

Reflexión

Una carta sobre la esperanza
El padre abad llegó cansado a su habitación. Tomó la silla y un papel. Empezó a escribir. “Señor, te mando el mensaje por escrito, desde mi cuarto. Tengo mucho que decirte, y no sé cómo empezar. Esta semana me has hecho tocar tantas penas de los corazones: Padres que han visto morir a uno de sus hijos. Hijos que no saben cómo afrontar la vejez de sus padres. Novios que rompen después de muchos años de promesas. Adultos que pierden su trabajo. Jóvenes aprisionados por la droga. Ancianos que viven solos y sin el cariño de los suyos. Me abruma este mundo de dolor y de lágrimas en el que caminamos durante un tiempo frágil. Sé que es verdad lo que dice la Carta a los Hebreos: no tenemos aquí ciudad permanente. Pero muchos no continúan con la segunda parte de ese texto, que habla de buscar la ciudad futura (cf. Heb 13,14). Me gustaría tener la sencillez de Cristo para hablar a los corazones y ayudarles así a contemplar el cielo, las estrellas, las golondrinas, los jazmines. Me gustaría ayudarles a descubrir en este mundo magnífico tantas cosas buenas que son reflejo de tu cariño por cada uno de tus hijos. Pero muchos no tienen fuerzas para levantar su mirada hacia Ti. La enfermedad, la calumnia, el abandono, les ha llenado de penas y amarguras. Otros viven sumergidos en la tristeza del pecado: caen una y otra vez y no saben cómo romper con el vicio, cómo dejar la droga, cómo acabar con la adicción al sexo o al dinero. Me pregunto cómo ves Tú este mundo de tantas luchas, de tantas lágrimas, de tantos rencores, de tanta sangre. ¿No sientes pena por los hijos abortados antes de nacer, por los ancianos tristes y marginados, por los emigrantes despreciados o explotados, por los niños que no tienen con qué llenarse el estómago? Perdona si Te hablo así, con el corazón en la mano. Sé que la única esperanza que nos queda a los humanos eres Tú. Pero a veces me dan ganas de hacer mías las palabras que hace años te escribió Giovanni Papini, cuando Te pedía que al menos hicieses un milagro visible para todos, que pisases nuestro suelo y volvieses a encender un poco de esperanza. Como ves, estoy haciendo un poco el necio, porque no hace falta que “vuelvas”. Ya estás vivo entre nosotros. Estás en el Sagrario, en un silencio lleno de amores y de afectos. Estás en el enfermo, esperando una caricia y medicinas. Estás en el pobre, pidiendo un poco de limosna. Estás en el anciano, que desea solamente tener a su lado a alguien que le escuche unos momentos. Estás en mi corazón, como sacerdote, a pesar de que tiemblo por mis miedos y que también estoy herido por el pecado. Estás en tantas almas contemplativas que no dejan de sostener la llama de tu Amor en el mundo entero. Te pido la gracia de ser un poco como Tú: buen samaritano dispuesto a curar las heridas y las penas de los hombres y mujeres que encuentre cada día en mi camino. Ellos piden sólo la ayuda de un hermano que les recuerde y les manifieste tu Amor infinito por cada uno de tus hijos”.

jueves, 23 de julio de 2009

Reflexiones

Una luz en la noche

Hoy es jueves, Señor, y vengo con el alma en sombras, sombras que se llegan a convertir en oscuridad si nos falta la virtud de la Esperanza....

Cuando eso sucede hay noches en las que parece que el tiempo se ha detenido y jamás veremos el amanecer... en ellas oímos el palpitar de nuestro corazón y cada latido nos duele....

Noches de negrura espiritual en las que todo parece agrandarse, nuestra pena, nuestra angustia y nuestro malestar. Nos pesa la vida y en el silencio de esa noches nos parece que no hay pena como nuestra pena.

Pero...si hay un poco de esperanza en nuestro corazón, estamos salvados.

Sabemos de casos que esa gran "desesperanza" ha llegado a tal límite, a tal profundidad que no se ha encontrado otra solución que el buscar la "puerta falsa". Es el escape, el terminar con algo que pesa demasiado y el sentirse sumergido en las tinieblas de una noche "sin mañana"... sin esperanza. ¡Eso fue lo que les faltó a esas vidas: LA ESPERANZA.

La Esperanza es un mañana mejor, la Esperanza es la luz que puede romper las negras sombras cuando parece que todo está perdido.

Sin Esperanza no se puede vivir.

Cuando hay Esperanza a pesar de la desilusión y del dolor, siempre habrá otro camino que no sea el de la desesperación y el total aniquilamiento del verdadero yo.

Es cierto que hay situaciones en la vida que son como la más oscura de las noches, noches en que las horas parecen no pasar... pero cuando hay fe, cuando sabemos que tenemos un Dios que sabe de nuestro sufrimiento, cuando nos sabemos amados por El, a pesar de que nuestro sentimiento de soledad sea inmenso, si nos dejamos arropar y abandonar en sus brazos y en los de nuestra Madre María Santísima, la Esperanza, de saber que Dios nos ama, llegará con su luz que sabe consolar.

Quien se siente amado no puede caer en la desesperación y Dios nos ama.

La ESPERANZA, es una virtud que tenemos que cultivar como la flor más delicada y valiosa. Tres son las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad, cuyo objeto directo es Dios Sin ellas es muy difícil caminar por la vida y no podemos olvidar que la Esperanza siempre será la luz en nuestras noches cuando las penas y las dificultades las hagan muy oscuras.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Mis cuentos: El tesoro de la playa Malvín


El Tesoro de la Playa Malvín

Montevideo es una ciudad sobre la costa de un amplio estuario. Está rodeada de playas diversas y hermosas. Sus habitantes aman el agua, juegan en ella. Algunos disfrutan contemplándola sentados en la arena. Otros nadan, navegan, practican canotaje o, simplemente, se sumergen en las altas olas.
Martina practicaba canotaje y enseñaba a niños y jóvenes en la playa Malvín. Esto ocurría en los veranos.
Un día, se interesó por el buceo. Su espíritu aventurero la invitaba a descubrir los secretos de las profundidades.
Cuando hubo dominado el arte de bucear, invitó a otros jóvenes. Así, comenzaron largos paseos por el fondo del estuario. Los bancos de arena son abundantes en estas aguas, hay leyendas y realidades de barcos atrapados desde que el hombre blanco navegó por aquí. Los naufragios de piratas y de barcos de las marinas españolas y portuguesas fueron frecuentes desde el siglo XVI.
Martina conocía esos relatos, pero no tenía intención de buscar tesoros perdidos: le bastaba con vivir la naturaleza y nadar en las aguas profundas.
Todos los días del verano, estos jóvenes aventureros se reunían en la costa. Se iniciaba el ritual de vestir los trajes de buzo, controlar todos los instrumentos y saltar al yate del tío de Guillermo. Este yate les permitía entrar varios kilómetros aguas adentro. Juan, que así se llamaba el dueño de la embarcación, mantenía los cables de los buceadores, se comunicaba con ellos y estaba atento ante cualquier contratiempo. Era uno más de los aventureros.
Sebastián admiraba la tarea de Juan, muchos días, abandonaba el buceo y se quedaba junto a él protegiendo a los otros. Aprendió a manipular todos los implementos de seguridad. Juan lo invitó a orientar la embarcación desde el timón. Desde ese día, Sebastián se hizo marinero. Poco a poco conoció el arte milenario de flotar sobre las aguas. También, aprendió sobre la vida. La conversación de Juan era amena y llena de sabiduría. Conocía tanto el mar que Sebastián llegaba a imaginarlo con barba roja, pipa olorosa, ojo tapado y pierna de palo. El pantalón de mezclilla y la camisa a rayas del marinero lo volvían de su fantasía.
Sebastián abandonó el buceo diario para transitar con Juan cabalgando sobre las olas.
Guillermo y Claudia eran los dueños de la fantasía en el grupo. Ellos sí soñaban con un tesoro enterrado en algún banco de arena. Convencieron a Juan de que navegara hacia la isla de las Gaviotas. Después, pudieron llegar a la isla de Flores. Ésta última había sido un viejo presidio. Estaba llena de fantasmas, los dos jóvenes creían haber oído gemidos de prisioneros torturados. Juan los disuadió, les demostró que esos lamentos venían del agua cuando subía a la vieja construcción, golpeaba fuerte y las paredes devolvían un eco plañidero.
Otra vez, quisieron ir, al anochecer, a la playa De la Mulata. Conocían la leyenda de una mujer que salía del agua a bailar en la arena las noches de luna llena. La Mulata había sido una esclava de la época colonial. Su belleza cautivó a un joven patricio. Se amaban junto a la playa, fuera de las miradas del sistema. Un día, la Mulata se murió de amor. Su amado no llegó a la cita. La joven salía a bailar las noches de luna llena.
Martina y el grupo continuaban buceando. Sebastián desertó para seguir junto al timón y a Juan.
Claudia y Guillermo se arriesgaban, siempre buscando zonas desconocidas, solían separarse del grupo. Soportaban los enojos de los otros y escuchaban los consejos de Juan, pero insistían. Una mañana, tocaron algo duro enterrado en el fondo: subieron con la noticia. Juan llamó a los otros, dejó a Sebastián a cargo del yate y él mismo se tiró a bucear con los jóvenes. Las linternas mostraron el objeto: era un vote de pescadores hundido hacía poco tiempo. Juan recordaba el episodio y ese día de aguas embravecidas por el gran temporal.
Bucear era un placer, compartían la profundidad con los peces y otros seres del agua que nadaban junto a ellos sin apartarse. Conocieron varias especies y sabían dónde encontrarlas agrupadas en un cardumen.
El verano llegaba a su fin. Las aguas de marzo estaban más tibias. Todos debían retomar sus estudios, seguir la rutina y esperar al próximo verano.
Al año siguiente, el mes de diciembre se inició con días muy cálidos, lo que anunciaba un buen verano. Los jóvenes y Juan retomaron sus encuentros en la playa Malvín. Buceaban con más seguridad y cada día, anunciaban algún proyecto nuevo.
Una mañana, José se adelantó al grupo, nadó con más rapidez, se aparto algo de sus compañeros. Era un comportamiento extraño porque siempre fue muy disciplinado. Seguía los consejos de Juan de no alejarse unos de otros. Su linterna iluminó un objeto alargado clavado en el fondo. Jaló para sacarlo del medio, no pudo, el objeto ofreció gran resistencia. Pudo apreciar una textura como metálica. Asió el objeto con su mano izquierda y usó la otra mano para escarbar el fondo, pudo tocar otros elementos duros. Tomó posición vertical asido de su hallazgo, usó los pies para explorar algo más. Comunicó el hecho a Juan. Éste trató de ubicarlo por el sonido, acercó el yate y se introdujo al agua. Por suerte, se reunió con José en escasos minutos.
Juan comprobó el hallazgo. Ordenó al joven que subiera, podía agotarse. Comunicó a Sebastián que llamara a todos a subir al yate. Siguió examinando el objeto, se desplazó un metro y continuó buscando, logró tocar durezas. Su problema, ahora, era cómo señalizar el lugar. Trató de ascender verticalmente hasta divisar el yate. Pudo hacer un cálculo aproximado de la distancia y la dirección. Solicitó a Sebastián que tirara el ancla, que el yate no abandonara su posición.
Cuando Juan retornó, todos rodeaban a José, las preguntas se sucedían vertiginosamente, el tímido José no podía contestar todo, ni tenía tantos detalles. Juan les pidió calma, Claudia y Guillermo no dejaban de repetir: “Nosotros estábamos seguros, íbamos a encontrar un tesoro”.
Era necesario descansar, Juan estaba muy tenso. Cristina, la que estaba en todos los pequeños detalles, sirvió refrescos y habló de otras cosas.
Cuando hubieron descansado, Juan se dirigió a Claudia y a Guillermo: vistan los trajes -les dijo- controlen bien los tanques de oxígeno, no olviden nada, los demás esperen arriba.
El hombre y los dos jóvenes se lanzaron al agua. No fue difícil llegar al lugar. Claudia y Guillermo removían el fondo con todas sus fuerzas. Guillermo pudo separar algo de forma indefinida. Claudia rescató un pequeño objeto que parecía una moneda. Ya habían permanecido mucho tiempo sumergidos, el hombre dijo que era hora de salir.
Claudia y Guillermo mostraban lo encontrado, todos examinaban, no había dudas: la joven había encontrado una moneda de oro.
Juan miró al horizonte con sus prismáticos, reconoció una embarcación patrullera que era capitaneada por su amigo Bermúdez. Se comunicó con él por la radio. Pidió que se acercaran, aclaró que no había ninguna emergencia, quería saludar a Bermúdez y bromear un poco. El amigo asintió. Cuando el pequeño patrullero estuvo cerca, Juan volvió a la radio, solicitó a Bermúdez que viniera al yate. Bermúdez era un bohemio, pronto estaba subiendo la escalerilla del yate. Juan se apartó con él a cierta distancia del grupo de jóvenes, le contó todo. Bermúdez intuyó que no era broma, conocía muy bien a Juan. Prometió conseguir elementos como para una excavación más profunda, sería al día siguiente que no trabajaba. Convinieron que Juan se sumergiría para indicar el lugar y Bermúdez ordenaría a la tripulación que colocara una boya.
–Nadie preguntará nada, dijo, los muchachos me conocen, somos viejos “lobos de mar” y sabemos callar.
Todos querían volver a bucear, Juan fue terminante; volverían al día siguiente, más temprano, a las siete, se encontrarían en el Puerto del Buceo. Ninguno pidió explicaciones respecto a los cambios.
Todos estuvieron en el lugar indicado, algunos, antes de la hora fijada. Juan dio instrucciones. Sebastián se encargaría del yate, él y su amigo navegarían en una chalana. Los jóvenes observaron una multitud de herramientas depositadas en la vieja embarcación de Bermúdez, a penas reconocieron palas, picos, redes tupidas amontonadas, no conocían nada más de lo que veían.
Los hombres mayores decidieron que Martina y los varones pasaran a la chalana. Les iban a enseñar el uso de aquel herramental. Las muchachas se quedarían en el yate auxiliando a Sebastián y atentas a cualquier llamado de los que estarían sumergidos.
Cristina sugirió que algunas se vistieran con trajes de baño y tomaran sol en la cubierta. Entendía que eso disiparía sospechas, alguno de la playa podía notar los cambios pero, tomar sol no era nada extraño.
La búsqueda arrojó más resultados de lo esperado. Cuando emergieron, portaban muchos objetos en los sacos de redes.
Bermúdez confesó a Juan que lo encontrado era un barco, el esfuerzo valía la pena. Adelantaría sus vacaciones anuales para trabajar con el grupo. Convinieron en no despertar esperanzas excesivas entre los jóvenes.
Los días siguientes fueron de arduo trabajo. Bermúdez y Juan enseñaron a todos a usar las herramientas, realizar una buena excavación y cómo recoger objetos. Trabajarían en turnos organizados por Martina. Ella conocía mejor que nadie las aptitudes y la resistencia de cada uno: les había enseñado a bucear.
Todos sabían ya que estaban recuperando el tesoro de un barco.
El verano finalizaba. Tenían una multitud de piezas antiguas que trataban de reconocer o imaginar qué función habrían cumplido. Carecían de herramientas para levantar el barco, o partes importantes del mismo. Era hora de comenzar a mostrar su hallazgo, golpearon muchas puertas pero, nadie les creyó. Decidieron exponer parte del tesoro en la vitrina de un shopping. La gente miraba con mayor o menor atención, estaba acostumbrada a ver de todo, muchos habían perdido la capacidad de asombro. Una mujer comentó en voz alta:
-Esto lo hace cualquier artesano, solamente necesita ingenio, un poco de pintura y algún repujador de metales. Ah! -continuó- ¿jóvenes?, ¡qué desacierto!
Un hombre añoso reflexionó: que difícil resulta distinguir la realidad de la fantasía en este tiempo.
-Mira eso, dijo un joven a otro que paseaba con él por el shopping.
-¿Qué? ¡Hay locos para todos los gustos! Con tal de salir en la prensa…. Fíjate el cartel: “Objetos encontrados por un grupo de jóvenes en Malvín”. ¿También los de nuestra edad se unen a las mentiras?
-Tú das una opinión insensata. ¿Por qué dudas de estos muchachos?
-Deja de filosofar y hacer volar tu imaginación, eso ya pasó, es antiguo. Vamos a lo nuestro. Allí están los nuevos modelos de calzado deportivo. ¡Qué buenos! ¡Qué marca fabulosa!
La exposición no dio ningún resultado. La prensa sacó algún artículo en la sección de Curiosidades. Los títulos más comunes eran “Jóvenes dicen haber encontrado objetos raros” o “La fantasía nos invade”.
Claudia envió el relato de los hechos a una editorial que anunciaba una publicación sobre Leyendas Urbanas. Se iba a seleccionar un grupo de cuentos. No incluyeron su narración. La publicaron en una colección de Cuentos para Niños bajo el título “El Tesoro de la Playa Malvín”
El grupo continuaba su vida. José estudió Arqueología. Martina terminó su licenciatura como Bióloga Marina. Sebastián llegó a ser Capitán de Fragata. Guillermo se especializó en Arqueología Submarina. Claudia cursó estudios de Literatura y es una buena escritora. Juan y Bermúdez no estudiaron nada porque habían cursado en la “universidad de la vida”. Otros fueron Ingenieros, Paleontólogos, Periodistas, Historiadores. Todos formaron parejas, algunos ya tenían hijos. Se destacaban en sus profesiones y trabajaban con éxito.
Pero, todos los veranos volvían a la playa Malvín en busca del tesoro.

Aurora Martino

martes, 10 de marzo de 2009

Mis cuentos: Los Gallegos


Los gallegos

Muchos gallegos llegaron a Uruguay cuaando finalizó la Guerra Civil española.
Algunos fueron expulsados por razones económicas y otros, por razones ideológicas.
Sebastián era un republicano, luchó con ferocidad, su cuerpo daba testimonio a través de sus cicatrices.
Era un estudiante avanzado, tenía buen criterio e inteligencia. Había vivido en el Ferrol, en la ciudad. Su familia tenía un buen pasar, clase media de agricultores. Se dedicaban a la fruticultura, al cultivo de hortalizas y criaban algo de ganado. Tenían una casa en el campo y otra en la ciudad donde vivía la familia y estudiaban los hijos.
La guerra les llevó todo, no solamente la tierra, también los hijos, algunos murieron y otros emigraron.
Sebastián huyó de España como polizón en un barco carguero. Llegó a Uruguay con la ropa puesta. Trató de localizar a otros gallegos en alguna calle de una ciudad desconocida. Montevideo estaba húmeda y con neblina, sintió morriña de su tierra. Caminó mucho, pudo estirar sus piernas, mirar, agudizar el oído para escuchar alguna palabra gallega. Finalmente, mientras cruzaba por la puerta de un café, escuchó lo que esperaba. Lo recibieron con algarabía: jotas, cantos, música de gaitas. Los que allí vivían y trabajaban conocían el momento de desarraigo que vivía Sebastián.
Pronto, empezó a trabajar como mozo en un café. Llevaba una vida austera, ahorraba incansablemente. Los dueños del café necesitaban un sereno, Sebastián no dudó en ofrecerse, eso le ahorraba el gasto en vivienda.
Sus primeros meses fueron de trabajo. Su día libre lo pasaba en el café: escribía cartas a Galicia, lavaba la ropa y lo invadía la morriña.
Uno de sus compañeros de trabajo lo invitó a conocer un lugar de reunión de gallegos recién llegados. Se llamaba Valle Miñor. Allí se encontró con muchos coetáneos, buscaron relaciones conocidas, tomaron vino, bailaron y tocaron la gaita. Sebastián olvidó un momento su tierra natal.
Conversó con hombres y mujeres, jóvenes y no tanto. Todos conservaban algún rastro de la guerra. Todos tenían un recuerdo fuerte de sus allegados que permanecían en España. Se enteró que sus compatriotas juntaban dinero para enviar a los familiares que no podían venir.
Ese día conoció a Lola, una joven chisporroteando, optimista. Por primera vez oyó decir: esta es mi nueva patria, encontré en Uruguay lo que buscaba en España, en mi Galicia querida. Sebastián se interesó por las opiniones de Lola, se acercó a ella y empezó a preguntar.
Lola descubrió en Montevideo algo de su Galicia: la llovizna, los días húmedos gran parte del año, el viento soplando del mar, olor a pescado en la costa y una gente con la que compartía una antigua tradición común.
Transmitió todo eso a Sebastián, la conversación se prolongó.
Los días libres, Sebastián iba a encontrarse con los otros. Lola, también. Sebastián quiso saber de ella, nunca la había visto en Galicia.
Ella no vivía cerca de las rías del Ferrol, al contrario, su aldea estaba al este, próxima a Castilla. Las montañas empezaban a compartir el paisaje gallego. Lola veía la altura Peña Trevinca, tan alta que parecía estar muy cerca.
Su familia era muy pobre. El terreno poco fértil los obligaba a llevar algunas ovejas y cabras en busca de pastos más tiernos y abundantes. Cosechaban la huerta. El padre buscaba algún trabajo fuera de las épocas de siembra o cosecha. Alguna vez, caminó hasta la costa y se embarcó a pescar. Trajo algunas vieiras como regalo para sus hijos y muy poco dinero. La madre de Lola, como buena gallega, amaba a su hombre y no quería que se le perdiera en el mar.
Tenían una vaca que daba la leche a todos.
Cuando empezó la Guerra Civil, el padre tuvo que ir al frente. Lola, su madre y sus hermanos escondieron la vaca en la cocina porque cabras y ovejas ya no tenían. Usaban papeles a modo de cobertor porque reservaban sábanas y frazadas para coserse ropa.
La vaca era sagrada: era el alimento seguro. Los muchachos le traían agua y pasto de los alrededores.
El padre de Lola volvió pronto porque sufrió una herida de guerra que lo imposibilitó para la lucha. Volvió con un primo, también inválido. Los dos hombres decidieron enviar a sus hijos fuera de España. La emigración los salvaría del hambre y, si todo iba bien, ellos irían tras ellos.
Así, llegó Lola, sus hermanos, sus primos y otros jóvenes a Montevideo, ciudad capital de Uruguay y puerto de comunicación con España y el resto del mundo.
Se empleó como sirvienta en una casa lujosa.
-Tengo mucha comida, contó a Sebastián. La “señora” me trata bien. Sus hijas tienen más o menos mi edad y son amables. Eso sí, me dicen Gallega o Galleguita, pero, no me importa, me recuerda mis raíces.
-Vivo allí, continuó la joven. Limpio, lavo la ropa, ayudo a la “señora” a cocinar, plancho, peino a las niñas para las fiestas. Tengo mi dormitorio, mi cuarto de baño y mi entrada a la casa independientes.
-Que va, siguió, digo mi dormitorio, pero es el de la sirvienta.
-Todo brilla en esa casa, mi “señora” me alaba ante sus amigas.
-Deja de contar, Lola, dijo un gallego viejo. No sabes que contar es hablar sola. Baila, mujer, baila y canta como tú sabes. Deja de historias.
-Eh, tú, dijo el viejo a Sebastián, ¿de dónde eres?
-Del Ferrol.
-Cuenta más, hombre.
-Nada distinto a todos, me vine huyendo del fin de la Guerra Civil, había luchado con los republicanos, pero pude escapar y aquí estoy.
-Me caes bien, ¿quieres trabajar conmigo?, preguntó el viejo Manolo.
Sebastián le contó sobre su trabajo de mozo y la ventaja de tener donde dormir.
-Te ofrezco más, replicó Manolo, mi hijo no puede hacer todo, tengo un café muy grande, mi mujer y mis hijas cocinan para los parroquianos…, es mucho trabajo. Entre un uruguayo y tú, te prefiero. Los uruguayos viven una vida fácil, están para las oficinas y los “escritorios”, todos quieren ser doctores, no agachan el lomo. Se creen que eso es para gallegos.
Manolo convenció a Sebastián. Su antiguo patrón se alegró porque él no le podía ofrecer más.
-Eres un muchacho valioso y fuerte, sigue tu camino, le dijo el primer patrón.
Efectivamente, la vida de Sebastián cambió junto a Manolo. Trabajaba fuerte, ahorraba, mandaba algo a sus padres y todo se lo contaba a Lola. Ella seguía con su “señora”, ahorraba, mandaba parte a Galicia pero, su deseo era traer a sus padres. No gastaba nada, la patrona le regalaba ropa usada, le daba la comida y la estimulaba a ahorrar.
-No puedes ser una sirvienta toda la vida, le dijo un día mientras pelaban papas. Junta, junta mucho, mereces tener una familia y una vivienda decorosa.
Lola contestó que ahorraba para pagar el pasaje a sus padres.
-Me parece bien, agregó la “señora”, pero una cosa no quita la otra, puedes ir mirando a algún joven, eso sí, las visitas aquí, en mi casa, no tienes que andar por la calle. Tienes el jardín, tus habitaciones, la rambla para pasear. Si vas al cine con un joven, te acompaño yo o va una de mis hijas.
Lola se limitó a agradecer y a decir a su patrona lo bien que la trataban.
-Tú lo mereces, eres muy buena, muy valiosa, te ayudaremos en todo, concluyó la mujer.
Sebastián y Lola se veían todos los domingos en el Valle Miñor. La historia siguió como se esperaba: se ennoviaron. La joven le hizo saber todas las exigencias de su “señora” lo que satisfizo al joven.
Ambos habían ahorrado lo suficiente para que sus padres llegaran a Uruguay a trabajar.
Manolo instaló otro restorán y encargó a Sebastián del mismo. Eso permitió que sus padres trabajaran. La fortuna empezó a crecer. Hacía tres años que vivía en Montevideo y que conocía a Lola. Era hora de casamiento.
La “señora” lo ayudó a elegir anillos, traje de bodas y ofreció su casa para la fiesta. Luego, llevó a Lola a una casa de modas para que eligiera su vestido blanco el que le regaló con mucho gusto.
El final es imaginable. Lola y Sebastián todavía son pareja, tuvieron hijos y nietos, viajaron a España. Vivieron bien y felices como todos los gallegos que cambiaron de patria y llegaron a Uruguay, lo que ellos llaman “mi patria elegida”. Aquí estaba lo que quieren y la paz que no encontraron en su tierra.
Llegó un tiempo en el que Uruguay vivió una dictadura y se desdibujó el estilo del país.
Fabián lloró. Solamente él y los otros gallegos sabían lo duro que es cuando la oscuridad cubre instituciones y personas, cuando el terror viene del Estado, cuando todos están bajo sospecha y la confianza se pierde. El Valle Miñor se volvió silencioso: no más jotas y gaitas. Los paisanos se reunían a hablar en voz baja. Mataban las horas con algún juego de cartas.
Nada podían hacer por su condición de extranjeros, luchaban para no ser expulsados de su “patria elegida”.
Cierto día, Manolo dijo a Fabián:
-Oye, coño, que fiera es el hombre. Huimos de un país quebrado, aquí encontramos paz, formamos nuestras familias, queremos esta tierra. Y a estos uruguayos de mierda les da por pelear y meter terror. Tienen tanta cosa buena, por qué esto! Quién les da manija! Oh! Pedazo de burros!
-Oí que muchos sufren tortura, acotó Fabián. Y otros han desaparecido.
-Coño, repitió Manolo.

Aurora Martino

miércoles, 4 de marzo de 2009

Mis cuentos: Clementina

Clementina

Los medios dispararon una noticia trágica: una beba habría sido asesinada por sus padres al nacer.
Los comentarios de la prensa usaron todos los adjetivos imaginables para comentar el hecho. La población acompañaba con palabras que expresaban el horror ante semejante crimen.
El asunto pasó a la policía y la justicia. El padre negaba su participación, afirmaba que ni siquiera sabía que su mujer estuviera embarazada. Tampoco lo sabía la familia cercana ni los vecinos que veían a Clementina todos los días.
Ningún medio había mostrado fotografías de los involucrados, los primeros días fueron de estupor e incredulidad. La pregunta salía sola: ¿Cómo un marido puede ignorar el embarazo de su mujer?
Finalmente, un periódico mostró fotografías y dio el nombre de la mujer, era Clementina.
Mientras hojeaba el periódico, al pasar por la sección policial, me llamó la atención un rostro conocido. Nunca leía esa sección, por principios, por piedad o por pudor. Pero aquella cara me hizo volver a la página policial. Era ella, la gordita Clementina. La misma, con su rostro inexpresivo, sin sonrisa, con un pliegue en el entrecejo.
La conocía de la época estudiantil. Pobre Clementina. La naturaleza no le había aportado nada a su condición de mujer. Fea, gorda, baja, nada en ella podía atraer las miradas de los hombres. En las fiestas estudiantiles, Clementina terminaba sola en un rincón. Nadie la invitaba a bailar, ni la rodeaban para hacer o escuchar cuentos. Tampoco la elegían para los juegos.
Tenía buenas amigas, empezó a ir con ellas a bailes para mayores de dieciocho años. El resultado era el mismo: nadie se acercaba a bailar con ella. Sus amigas la llevaban a la pista, Clementina se soltaba a bailar, pero, poco a poco, varios jóvenes se acercaban a las amigas y otra vez, Clementina al rincón.
Por un tiempo, abandonó los bailes, daba excusas a sus amigas. Así pasó como dos o tres años. Las otras estaban con novios, alguna se había casado. Clementina seguía sola, cada vez más sola porque sus buenas amigas dedicaban tiempo a sus novios o esposos.
Una noche de neblina y hastío total, se vistió y se encaminó sola a un lugar bailable, Ya tenía veintitrés años.
Había hecho dieta especial y mucha gimnasia para bajar de peso, iba a la peluquería y, hasta se hacía maquillar por expertas.
Miró el lugar con una mezcla de nostalgia y dolor. Se acercó a la barra y pidió una copa bien fuerte, luego otra y otra. La música vibraba y la libido de Clementina también. Se metió en la pista a bailar desenfrenadamente. Entre las luces y el ruido, se encontró envuelta por brazos masculinos. El alcohol y el ruido no le daban oportunidad para pensar ni para mirar la cara de su acompañante. Envueltos en un abrazo feroz giraban en el mismo lugar. Los instintos afloraron con toda su fuerza. Salieron del local del baile en dirección a la arena de la playa.
Clementina iba saliendo de los efectos del alcohol. Tomó conciencia que reposaba junto a un hombre en la arena fresca. Su ropa estaba a su lado y la luna le iluminaba el cuerpo.
La pareja intercambió algunas palabras mientras Clementina se vestía
Caminaron hacia la rambla. El hombre le preguntó cómo volvía a su casa. Ella le indicó una parada de ómnibus a unos cien metros. Siguieron juntos hasta allí. El ómnibus apareció, Clementina puso un pie en el escalón, miró hacia atrás y vio una mano que le decía adiós. Se sentó en el primer asiento, el ómnibus venía casi vacío. Miró por la ventanilla y vio una silueta negra perdiéndose en una esquina
Llegó a su casa cuando el sol mostraba sus rayos en el cielo. ¿Dormir? Imposible. Deambuló de una habitación a otra. Estaba cansada y el efecto del alcohol se hacía sentir en una fuerte cefalea. Se acostó vestida. Miró el techo por unos instantes, luego, el sueño la ganó.
Despertó tarde, el sol ya arrojaba sombras de atardecer. Estuvo un largo rato en la ducha. Revisaba su cuerpo mientras aumentaba la espuma del jabón. No pensaba, no proyectaba, no se arrepentía, ni reprochaba.
-Ya está, se dijo.
Retomó su rutina. Los días pasaban sin nada distinto.
Cierto día fue al supermercado, mientras examinaba un producto, se le cayó el bolso. Un joven se lo acercó y, al alcanzarle el bolso, le rozó la mano. Clementina caminó unos pasos, miró hacia atrás y se encontró con los ojos del joven desconocido. Era buena conversadora, por lo que no fue difícil entablar una conversación. Recorrieron juntos las góndolas. Clementina terminó sus compras y Fabián, que así se llamaba su acompañante, la invitó a tomar un refresco. Conversaron mucho. Concertaron otra entrevista en el supermercado. Las entrevistas se sucedieron varios días.
Finalmente, descubrieron que estaban enamorados. Tan enamorados que él le propuso matrimonio.
Fabián había empezado a trabajar hacía poco, no ganaba mucho, tampoco Clementina. Hicieron cálculos, comprarían lo indispensable. Podían vivir en casa de la madre de Fabián que tenía habitaciones y baño en el fondo para cuando recibía a parientes del campo.
Pensaron que en cinco meses podían tener lo mínimo y casarse.
-Eso sí, dijo Fabián, por ahora, no podemos pensar en tener hijos.
Clementina estuvo de acuerdo, debían organizarse más, quizá, conseguir empleos mejor remunerados. Por lo menos, un año de espera. Les molestaba porque, ambos deseaban tener un hijo, siempre lo hablaban.
La boda se realizó con gran sencillez, no hubo viaje de luna de miel, se quedaron en su hogar, era lo que más querían y lo único que podían hacer.
Clementina estaba feliz. Lo único que le preocupaba era que volvía a tener sobrepeso y desarreglos hormonales que le impedían menstruar. Visitó al médico, éste le dijo que era previsible, ella tenía esas irregularidades. La boda le habría generado un poco de estrés.
Pasaron dos meses y la inquietud de Clementina no se hizo esperar. Recordó el baile, se vio acostada en la arena con aquel desconocido. Volvió al médico y le contó todo. Los análisis confirmaron un embarazo.
-Ay! Fabián y ay de mí, atinó a decir.
Caminó hasta su casa, su marido llegaría en una hora. Preparó la merienda como una autómata. No tenía ninguna coartada. Estaba tan acostumbrada a esperar, siempre, el tiempo decidía por ella.
Cada vez se veía más grande. Las amigas le decían que había vuelto a engordar. Clementina no respondía. Le insistían que volviera al gimnasio y a su dieta de adelgazamiento. Una de ellas le preguntó si no estaría embarazada.
-Que no se te ocurra preguntar eso, y menos en presencia de Fabián, contestó con un tono al que sus amigas no estaban acostumbradas.
Fabián sintió unos gemidos que lo despertaron. Clementina estaba levantada, no la vio en la cama. Se dirigió al baño y la encontró dando a luz una niña. En medio del asombro, salió en busca de auxilio médico. Cuando regresó, la niña estaba muerta, la mató Clementina.
Llegó la policía, ambulancias, familiares. Todo había terminado.
Ambos fueron juzgados y encarcelados, Clementina por homicidio especialmente agravado y Fabián, por encubrimiento.
Fui a visitar a Clementina a la cárcel y me contó esta historia. Cuando terminó le dije: “Que Dios te consuele”
-No creo que quiera, me contestó-
Salí pensando a quién se refería en ese “No creo que quiera”, si a Dios o a ella.
Las investigaciones policiales y judiciales continúan
La prensa sigue con la noticia en primera plana “Se investiga sobre el asesinato, por parte de los padres, de una niña recién nacida”.

Aurora Martino

martes, 3 de marzo de 2009

Mis cuentos: Los Extraños

Los Extraños


La casa estaba frente a una playa. Playa solitaria, con arenas muy blancas y suave oleaje.
El sol mañanero se rompía en mil colores sobre las olas.
La casa era el lugar de descanso de la familia. Al fondo, poseía un parque exótico en el que habitaban árboles, aves, hierbas, flores. El verde se interrumpía con cantos, colores, perfumes y aleteos.
María caminaba por la costa acompañada por los dos perros. Pasaría sola en la casa durante dos días porque los demás habían ido a la ciudad.
Los perros ladraron y María levantó su mirada hacia el mar. Vio una extraña embarcación a unos cien metros de la arena. Nunca había visto semejante cosa: era como una gran balsa de madera. Gruesos troncos salían de las entrañas de la embarcación. No tenía velas. Las olas la acercaron más y más a la costa hasta que se arrastró sobre la arena y varó a poca distancia de la joven.
La embarcación traía un grupo humano heterogéneo en edades y sexos. María vio hombres robustos, ancianos de blancas y largas barbas, niños y mujeres. Vestían ropas toscas, mezcla de fibras vegetales y cueros con forma de largas túnicas.
María sintió más asombro que miedo. Aquella gente empezó a bajar, caminaba en grupos hacia la joven. Los perros dejaron de ladrar.
La primera en acercarse fue una madre con un niño en brazos y con signos de debilitación. La mirada de la mujer se posó en los ojos de María y le infundió tranquilidad.
Usaban un idioma incomprensible. Los extraños, tampoco entendían a la joven. Un anciano se acercó y usó un mágico conjunto de señas. María pudo entender varias cosas: venían de muy lejos, habían perdido el rumbo, tenían hambre y sed, estaban confundidos. Estos seres vienen como de otro tiempo y otro espacio- reflexionó la joven. Observó sus artefactos, sus gestos, sus miradas, todo le resultaba nuevo, nunca visto. Le pareció soñar. Pero era muy equilibrada, no dudó de que lo que veía era real.
El anciano y la joven entablaron un diálogo gestual y se entendieron como si se conocieran de toda una vida.
María condujo al grupo a la casa. Arrancaron frutos y recibieron algo de comida que quedaba en la alacena. Nadie sentía miedo.
Pero, ¿quiénes eran?, ¿de dónde venían?. María quería saberlo. Si bien era arquitecta, le gustaba la Astronomía. Por eso recurrió a su computadora, sus mapas y todo lo que pudiera orientar al anciano. Éste no tuvo dificultad en entender lo que se le mostraba, intuyó que esos signos representaban espacios, pudo saber cuáles representaban tierras y cuáles, mares. Pero no podía orientarse. María recurrió a una representación del cielo que guardaba en su computadora. El anciano reconoció astros con los que siempre se orientaba en la noche en medio del mar.
Mientras esto ocurría, los niños corrían y jugaban con esos objetos de un mundo extraño. Sus madres los contemplaban sonrientes. También ellas y los hombres observaban cada cosa y la examinaban buscando su secreto.
Las horas habían transcurrido mientras el anciano y la arquitecta trataban de localizar el lugar de origen. Uno de los hombres se acercó y habló al anciano. Éste hizo saber a la joven mujer que había que buscar comida y ellos solamente podían buscarla en el mar y en la vegetación que rodeaba la casa. María asintió. Dos horas después, tenían pescado, frutas, raíces y otros productos alimenticios. A través del anciano, pudo saber que hombres y mujeres estaban dispuestos a cocinar. Había que enseñarles el uso de la vajilla, el encendido de la cocina eléctrica y otros rituales de la civilización. Asombrosamente, lo aprendieron todo con increíble facilidad.
El anciano y María continuaron buscando la isla perdida. A esa altura, no había dudas de que habitaban en medio del mar en un espacio tan pequeño que nunca fue visto por los españoles ni por ningún navegante hasta el siglo XXI.
La vida en la isla transcurría en paz y armonía, algo semejante a la Utopía de Tomás Moro.
La cena estuvo pronta. Allí se contaron anécdotas de la vida en la isla y María explicó cómo se vivía en su sociedad moderna y tecnificada. Su casa tenía elementos suficientes para mostrar la tecnología: televisión, electricidad, teléfono, computadoras, radio, reproductores de música. Todos miraban con curiosidad, pero no daban muestras de extrañeza ni temor. Se había creado un ambiente de comprensión y confianza. Aquellos extraños no conocían el delito, ni la crueldad ni el egoísmo. Transfirieron a la anfitriona sus principios y su estilo de vida. Eso explica la confianza y la tranquilidad que demostraban.
Luego, salieron al gran patio y se pusieron a cantar y a bailar. El canto inundaba el aire y rebotaba en las olas. Era un cantar armonioso y dulce, pero, a ratos, adquiría la fuerza de un himno cósmico. Todos bailaban, ya en rondas, ya formando originales figuras. Se movían con tanto sincronismo que parecían un solo cuerpo en danza. La luna llena regalaba sombras danzantes sobre el patio arenoso.
Alguien extendió la mano y, sin tener mucha conciencia, la joven se vio envuelta en el ritmo y la melodía de los extraños. Se notaba que estaban acostumbrados a bailar juntos. María concluyó que se unían para las más diversas actividades, por eso, la embarcación cargaba personas tan diversas en edad y género. Su organización estaría apoyada en la solidaridad y el amor.
La joven se ingenió para buscarles sitios para dormir, no tuvo mucho problema porque estaban acostumbrados a dormir al aire libre.
Ella continuó con el anciano buscando la isla perdida. El mapa del cielo fue de gran ayuda, la joven iba logrando datos: el lugar estaba en el hemisferio sur, no había otras tierras cercanas, los extraños no sabían que había otros hombres habitando otras tierras, el mundo se reducía a su isla, al mar que la rodeaba y al vasto cielo que aparecía en la noche.
Al día siguiente regresaba el resto de la familia. Los extraños debían partir antes de las seis de la tarde. Lo contrario, sería un escándalo. El padre se comunicaría con el gobierno, la casa se llenaría de policías, periodistas, autoridades y curiosos. Quizá, llevaran a los extraños a un hospital psiquiátrico o a un hospicio. Conocerían un mundo indiferente y despiadado, perderían su inocencia original. El anciano entendió la ansiedad de la joven.
Se fueron a descansar un rato. María no durmió, aquella mágica realidad la inundó de sentimientos contradictorios. Sentía una gran admiración por aquellos seres, habían ganado su afecto, hasta una leve envidia anidó en su corazón.
La anfitriona sintió pasos que subían escaleras, era el anciano. Desayunaron y retomaron su búsqueda: Una corriente marina los había desviado y extraviado en medio del mar. Su embarcación no tenía elementos como para retomar el rumbo; carecían de brújula y todo elemento de orientación, su guía eran los astros, pero, el cielo había permanecido nublado durante varios días. María lo supo porque consultó a varias estaciones meteorológicas. Ya había buscado bastante información en libros, mapas, Internet. Nunca preguntó por la isla, pero, su inteligencia y los aportes del anciano le permitieron sacar conclusiones respecto a su posible ubicación.
La balsa requería ciertas reparaciones, los hombres lo hicieron con mucha rapidez.
María apoyó su mentón en la mano y empezó a recordar su historia de vida: su niñez, al amor de su familia, su éxito como estudiante universitaria, su carrera de arquitecta que ya se destacaba como brillante, sus proyectos. Imaginó la familia que formaría próximamente, los hijos que tendría, el amor de su futuro esposo, la fiesta de bodas, los viajes, los edificios que diseñaría. Enorme contraste con lo que estaba viviendo. ¿Por qué se sentía tan apegada a esos extraños? ¿Estaría perdiendo el sentido de la realidad?
El anciano la sacó de estos pensamientos para anunciarle que estaba todo listo.
Todos salieron a juntar comida, La joven les entregó lo poco que encontró en la alacena como golosinas, galletas y algo de embutidos elaborados por sus padres.
Entregó una brújula y varios mapas al anciano.
Las mujeres y algunos adolescentes habían preparado el almuerzo. Mientras comían, había una expresión de fiesta en todos los rostros. Las miradas tenían más calidez, las manos parecían acariciar todo lo que tocaban.
A las cuatro de la tarde, empezaron a caminar en silencio hacia la balsa. Subieron las mujeres, los niños y los ancianos. María entró al agua, tocó la balsa. Los hombres más fornidos empujaban la embarcación que todavía se arrastraba sobre la arena. Finalmente, empezó a flotar, se hamacaba suavemente. María puso un pie en la escalerilla, el anciano le tomó la mano, leyó su intención en sus claros ojos. Pero, la apartó suavemente haciéndola descender, los remos batieron con fuerza y la balsa tomó velocidad.

Aurora Martino