jueves, 13 de marzo de 2008

Felisberto Hernández nace en Montevideo el 20 de octubre de 1902, y muere en esa misma ciudad el 13 de enero de 1964. Es, sin duda, junto a Horacio Quiroga, el exponente más brillante de la literatura fantástica del Uruguay. Sus primeras obras fueron publicadas en modestas imprentas del interior, salvo "Fulano de Tal" (1925), impresa en Montevideo. Luego vendrán "Libro sin tapas" (1929), "La cara de Ana" (1930), "La Envenenada" (1931). Pero en esta etapa del escritor, pesa más el pianista que el creador literario. En 1942, "Por los tiempos de Clemente Colling", marca una nueva etapa en su proceso creativo. Le sigue en ese mismo año "El caballo perdido", un libro de evocación y al mismo tiempo de análisis de esa evocación. Pero será en los relatos de "Nadie encendía las lámparas", de 1947, que la fantasía jugará su rol como elemento primordial en la construcción de su narrativa. A partir de aquí las creaciones del escritor se colocarán en un plano de equilibrio entre la memoria y la fantasía. En "Las Hortensias" (1949) primará esta última, pero en "La casa inundada" o "El cocodrilo" (1962), y en la póstuma e inconclusa "Tierras de la memoria" (1965), el equilibrio entre ambas raíces de la narración es notorio y constituye, sin duda, uno de los pilares de su belleza. Felisberto Hernandez habla sobre sus cuentos"Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda."

Escritores uruguayos: Felisberto Hernández. "Nadie encendía las lámparas"

"Nadie encendía las lámparas"Felisberto Hernández
Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel cuento; en él había una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.
La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.
Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.
La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: "soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés".
Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada y cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: "siéntense, por favor" Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba -como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y dijo:
-Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.
Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:
-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.
Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:
-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.
Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: "Parece que te hubieran lambido las vacas." El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.
-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!
De buena gana yo le hubiera dicho: "¿Y usted?, ¿tan femenino?" Pero le pregunté:
-¿Cómo se llama?
-¿Quién?
-El señor... recalcitrante.
-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.
Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: "'¡Y qué le vamos a hacer!"
Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al "femenino" sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco. Y enseguida dijo:
-No estoy de acuerdo con ustedes.
-¿Por qué?
-...y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.
-¿Cómo?
-Se repite a largos pasos.
Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:
-Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.
Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:
-Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.
La sobrina de las viudas no se pudo contener.
-¡Jesús, pareces Blancanieves!
Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:
-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?
-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.
-Y usted, ¿no lo podría hacer?
-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.
Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.
Vino una de las tías -la que no tenía los ojos ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le dijo:
-Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.
Volví a pensar en la gallina y le contesté:
-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!
Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor -era demasiado dulce y me daba náuseas-, ella me preguntó:
-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?
Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.
-No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.
-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?
-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.
Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a la inocencia.
Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.
Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:
-Tengo que hacerle un encargo.
Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.

martes, 11 de marzo de 2008

Pintores uruguayos:Ignacio Iturria

Sillón elefante

Los marcianos

Pintores uruguayos: Ignacio Iturria

Sillón cordillera
Ignacio Iturria: la elaboración de la memoria
Ignacio Iturria (Montevideo, Uruguay, 1949) es uno de los pilares más sólidos del arte vanguardista de las últimas décadas. En su obra, Iturria va dando pautas no usuales en el tratamiento de la materia y el espacio. Parece existir siempre la intención de proyectarse desde y hacia dentro. Lo material suele aparecer ligero, flotante, aéreo; la lectura de lo mostrado tiende a estimular lo íntimo o poético de cada pieza que nos mira aferrada a su propio y complejo espacio. Las esencias parten de la propia materia vital y adoptan estructuras construidas a partir de la atmósfera que las genera.
Iturria trabaja un proceso temporal de múltiples elementos cuyo eje central son formas simbólicas que tienen vida inherente en su propia esencia matérica. No se trata, a mi juicio, de oprimir lo creado al tiempo absoluto sino de dejarlo dentro de su misma evolución creativa.
El cordero, Noche feliz y Más allá volando son obras que comparten puntos surrealistas, sobre todo con Paul Delvauy (simplemente en lo poético-pictórico, más que en lo conceptual de su significado), en el impenetrable ensimismamiento roturado de indiferencia, convirtiendo estas piezas en realidades inalcanzables que mantienen el enigma como esencia significativa. Pero tal vez lo fundamental sea el proceso constante de configuraciones que admite en el rigor de su lógica la sorpresa y en la composición prevé la irrupción de lo turbador e intelectual dentro de cada atmósfera plástica. De los trabajos de Iturria se puede decir que no pertenecen al minimalismo, a pesar de su patente preferencia por las figuras elementales (rostros inconclusos, cuerpos sin identificar); no forman parte tampoco del programa conceptualista, aun cuando el concepto - y quizá la filosofía misma, o más bien el pensamiento cenceptualista moderno - desempeñe en ellas un papel fundamental; no constituyen necesariamente instalaciones, aunque muchas veces adopten esa forma; no se trata de representaciones teatrales ni de requisitos para performances, aun cuando a Iturria no se deban propuestas diversas en ese ámbito y a pesar de la cuidadosa puesta en escena en la que se despliega cada una de sus piezas; y, en fin, no se adscriben al universo conceptual, aun cuando todas esas atmósferas que la envuelven (y aunque el propio artista, bajo su crítica inteligencia, las revista de modo genealógico) puedan remitir sin dificultad a cierta sensibilidad kitsch, irónicamente ubicada entre lo alucinatorio y lo sublime.
Se agita y se mezcla al puño que lo apretaría, un destino y los vientos; ser otro. Espíritu para lanzarlo en la tempestad; refleja su división y pasa altivo separado del secreto que detenta. Estas líneas de Mallarmé se refieren a la nostalgia de un destino, de un tiempo mítico. Se explica, por tanto, el enfático hermetismo que domina todas y cada una de las obras de Iturria. Más que los ecos desviados de los límites entre magia y fantasía, lo que en el arte de Iturria resuena con ironía es aquello que el pensamiento, quizá no del todo, ha decidido dejar atrás: cierta experiencia de perplejidad elemental, cierta voluntad de unicidad absoluta, de potencia estética incuestionable, cierto resplandor silencioso, desafiante, desde la opacidad de los objetos, o cierta pureza básica, como la que sólo imaginamos en la nada, como la de cualquiera de esas mesas con cabezas que están aún fatalmente indefinidas, enigmáticamente contradictorias, con las que Iturria nos sigue interrogando. Iturria, que es, con todo, un caso excepcional en América Latina, ha transitado con éxito los caminos vanguardistas del arte (no importa repetirlo varias veces), lo ha hecho porque pesee una visión del mundo ligada a determinadas proyecciones y pulsiones estéticas, y porque su lenguaje poético-pictórico está en él trabajado por un sentido de la invención que no es lúdica sino "trágica", y que se desvía, por tanto, de las estrategias del ingenio. La pintura se vuelve lenguaje, se concreta en las atmósferas y se articula. Sinónimo inamovible. Traducción irreemplazable. Universo inseparable: el que pinta y el que observa. Esta concepción literaria se plasma en la construcción, pero no necesariamente con claridad y soltura. Lo sorprendente de su obra son los múltiples temas que abarca: interiores domésticos, trenes, barcos, retratos diminutos, referencias propias y animales. El universo se convierte en almacén vasto de cosas heterogéneas. Es decir, cada objeto se forma y se transforma en diversas imágenes: él mismo es ritmo perpetuo. El sesgo plástico es siempre irónico, pero al mismo tiempo desencantado y anhelante. La pintura es distinta, metamorfosis, operación alquímica. Sueño inverso y simultáneo, memoria y juego que sugiere formas. Estupefacción, sorpresa, aparición, que se abren tras cada mirada sobre la obra de Ignacio Iturria. Mi asombro es caída y ascensión; temor y sospecha. Movimiento contrario. Estas interpretaciones se van transformando ante el empleo de una paleta que sugiere movimientos contrarios: diálogo aparente, signo y tiempo, juego de la memoria. La ambivalencia de los cuadros de Iturria provocan arte, objetos únicos, imágenes que podemos transformar, traducir, invocar. Es verdad, nuestra mirada se descubre ante signos lingüísticos, síntomas de lo moderno y lo antiguo. Desconozco el mito de la modernidad. Pero estoy cierto de que el arte es desplazamiento de valores más allá de su forma durable. Concepto intercambiable: transformación crítica y mágica. Hay un principio estético que lo genera todo y su reflejo se repite en cada obra de Ignacio Iturria Ese fundamento se convierte en significados vacíos y silentes en los que la tela impoluta pasa a ser mero soporte de determinados contenidos a transformarse en espacios de emoción, graías a líneas que, desde atrás, abomban la tela. Estos trazos, que se presentan como invisibles vértices geométricos, provocan una combinación de figuras o, mejor, unos caminos de luz sobre la superficie de la obra que, como consecuencia de este proceso, se convierten en auténticos acontecimientos pictóricos.
Miguel Ángel Muñoz


IGNACIO ITURRIA
Nace en Montevideo, Uruguay, en 1949. Creció en la capital uruguaya y estudio arte comercial y diseño gráfico allí antes de dedicarse por completo a la pintura y las bellas artes. Las raíces familiares de Iturria se remontan a la región vasca en España. Durante la década de los 80 él y su familia vivieron varios años en un pueblo sobre la costa mediterránea cercano a Barcelona, pero inevitablemente regreso a su tierra. Entre sus muestras de distinguen: 1983 Participa en la Bienal de Salto, Uruguay Galería Sa Llumenera, Cadaqués, España. ARCO, Madrid, España. 1984 Galería Manzione, Punta del Este, Uruguay. Praxis Arte Internacional, Buenos Aires, Argentina. Feria Internacional de Frankfurt, Alemania. 1985 Praxis Arte Internacional, Mar del Plata, Argentina. Primer Encuentro de Pintores Latinoamericanos, Praxis Arte Internacional, Buenos Aires, Argentina. Galería Sa Llumenera, Cadaqués, España. 1986 Muestra de obras sobre papel, Maison de la Culture, Montreal, Canadá. Feria Internacional de Osaka, Japón. Praxis Arte Internacional, Buenos Aires, Argentina. Galería Latina, Montevideo, Uruguay. 1987 Bienal de Cuenca de Pintura Latinoamericana, Ecuador. Club del Lago, Uruguay. Praxis Arte Internacional, Lima, Perú. 1988 Pintura del Río de la Plata, Museo Municipal de Miraflores, Lima, Perú. Praxis Arte Internacional, Buenos Aires, Argentina. 1989 Premiado por Fund for Artists Colonies, New York, USA. Muestra con Luis Solari Y Juan Storm, Uruguay, Park Gallery, Fort Lauderdarle, Florida, USA. La Galería, Quito, Ecuador. Muestra con Clever Lara y Nelson Ramos, Uruguayan U.S. Cultural Institute, USA. "100 Years of Uruguayan Art by 7 Artists", Venezuelan Art Center, New York, USA. Premiado por la Asociación de Críticos de Arte del uruguay. 1990 Muestra colectiva, Übersee-Museum, Bremen, Alemania. Praxis Arte Internacional, Buenos Aires, Argentina. Museo José Luís Cuevas, México. (Incorpora una obra para su colección). 1991 "Contemporary Uruguayan Paintings", Mérida, Cáceres y Burgos, España. Art Chicago 91, con Praxis Arte Internacional, USA. "Tres Artistas Latinoamericanos" junto a Ricardo Migliorisi y Leoncio Villanueva, Praxis Arte Internacional, Lima, Perú. "Contemporary Paintings and Drawings from Argentina, Uruguay and Brazil". Northhampton Center for the Arts, Mass., USA. "Chicano & Latino: Parallels and Divergence", Galería Daniel Saxon, Los Angeles, USA. y Galería Kimberly, Washington, DC, USA. V Bienal de La Habana, muestra individual, Cuba. Museo de Bellas Artes de Caracas, Venezuela. (Incorpora una obra para su colección). 1992 ARCO 92, muestra individual, con Praxis Arte Internacional, Madrid, España. Art Miami 92 International Art Fair, con Praxis Arte Internacional, USA. Feria de Anticuarios, Alvear Palace Hotel, Buenos Aires, Argentina. Salón de Conferencias de Casa de Gobierno, Buenos Aires, Argentina. FIA 92, con Praxis Arte Internacional, Caracas, Venezuela. ARTFI, con Praxis Arte Internacional, Bogotá, Colombia. Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber, Caracas, Venezuela (Incorpora una obra para su colección). 1993 Muestra individual, Museo de Arte de Las Américas, Washington DC, USA Art Miami 93, con Praxis Arte Internacional, USA. Premio al Artista Extranjero, LXXXII Salón Nacional de Artes Plásticas, Argentina.1994 ARCO 94, con Praxis Arte Intenacional, Madrid, España. Art Miami 94, con Praxis Arte Internacional, USA. Feria de Anticuarios, Plaza Hotel, Argentina. Muestra individual, Museo José Luis Cuevas, México. Ganador del Gran Premio de la Bienal de Cuenca, Ecuador. "Adquisiciones recientes", colectiva en el Museo Sofía Imber, Caracas, Venezuela 1995 XLVI Bienal de Venecia, único representante de Uruguay. Ganador del Premio Especial "Casa di Risparmio". 1996 "Inside the Work of Saint Clair Cemin, Joel Otterson, Ignacio Iturria and Others", California Center for the Arts Museum, Escondido, California, USA. North Dakota Museum of Art, muestra individual, USA. Centro Cultural "Plug In", Muestra individual, Winnipeg, Canadá. "América Latina 96", colectiva, MNBA, Argentina. 1997 "Los Festivales de Lima", colectiva, Lima, Perú. VIII Bienal de la Habana, muestra individual, Cuba. Museo de Arte de las Américas, muestra individual, San Juan, Puerto Rico. Ilustración de la obra "El Pozo" de Juan Carlos Onetti, Proyecto UNESCO y Fondo de Cultura Económica, "Periolibros", México. Ganador del Gran Premio de la XII Bienal de San Juan del Grabado Latinoamericano y del Caribe, Puerto Rico. Museo de Arte Moderno de Bogotá, muestra individual, Colombia. "Colección permanente del Museo de la OEA", colectiva, USA. Museum of Latin American Art, Long Beach, California, USA. "The First Etchings", individual de grabados, Praxis International Art, New York, USA. Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo, Uruguay. (Incorpora una obra a su colección). 1998 Museo Nacional de Bellas Artes, muestra individual, Buenos Aires, Argentina. Museo Rufino Tamayo, muestra individual, México. 1999 Museo de Monterrey, muestra individual, México. "La soledad del Juego", muestra individual, Fundación Telefónica, Museo de Bellas Artes de Valencia, España. 2000 Invitado Especial de la IX Feria Iberoamericana de Arte, Caracas, Venezuela. Marlborough Gallery, muestra individual, New York, USA. 2001 "Homenaje a Ignacio Iturria", muestra individual en el Museo de San Juan, Puerto Rico. Invitado especial a la Bienal Internacional del Grabado Latinoamericano y del Caribe, San Juan, Puerto Rico. Muestra colectiva "El Final del Eclipse", Fundación Telefónica, Madrid, Granada y Badajoz, España. 2002 Muestra individual, Galería Triganon, Paris, Francia.Participa regularmente en las siguientes ferias: ARCO Madrid, Art Chicago, Art Miami, FIAC Paris, FIA Caracas y ARTEBA, Buenos Aires.

Pintores uruguayos:Torres García


TORRES GARCÍA


La pintura del uruguayo Joaquín Torres García causó impacto en Barcelona y luego en París durante los años finales del siglo diecinueve y los iniciales del siglo veinte. Era una pintura de gran sobriedad cromática, de gruesos empastes y de una particular geometría en la que colindaban con igual preponderancia, la modernidad plástica descubierta por Picasso y Braque y la rica imaginación indígena que procreaba al amparo de sus dioses una demiurgia y una teogonía admirables. El juego podría llamarse constructivismo o como se quisiera, pero lo esencial es que se trata de una pintura que se apodera de los signos, los revitaliza y les da vigencia en un mundo que vive de mitos encubiertos, de falacias que se superponen unas sobre otras hasta formar una gruesa e impenetrable capa de misterios que no son más que una herencia ancestral reinventada.


Fernando Ureña Rib

domingo, 9 de marzo de 2008

Artes plásticas uruguayas: Planismo

Petrona Viera, "El viejo jardinero"
Planismo
Se conoce con el nombre de "Planismo" la modalidad que adquiere la pintura uruguaya en el período comprendido entre 1920 y 1930 (1). La denominación corresponde al crítico y escritor Eduardo Dieste y será utilizada posteriormente por los críticos José Pedro Argul y Fernando García Esteban, extendiéndose hasta nuestros días.

José Cuneo (1887-1977)Retrato de Eduardo DiesteOleo sobre tela 143 x 128 cm.
Hablamos de "modalidad" y no de escuela ya que el procedimiento planista constituyó una impronta que ha caracterizado a casi todas las escuelas desde comienzos de este siglo. "La pintura moderna es pintura plana"(2).
Fuera de dichas disquisiciones terminológicas, el planismo se estableció con poderosa influencia y permanencia en el tiempo. La difusión que adquiere a través de clases y talleres del Círculo de Bellas Artes tiene, sin duda, importancia en su expansión.
La mayoría de los pintores de la época pasaron por una experiencia planista en algún momento de su trayectoria plástica. Entre ellos: José Cuneo, Carmelo de Arzadun, Humberto Causa, César Pesce Castro, Alfredo de Simone, Domingo Bazzurro, Guillermo Laborde, Melchor Méndez Magariños, Andrés Etchebarne Bidart, Petrona Viera. Con alguna excepción estos artistas nacieron entre 1880 y 1895 y tuvieron un itinerario formativo similar. Realizaron primeramente estudios en el pujante Círculo de Bellas Artes, lugar al que algunos retornaron como docentes. Cumplieron con el ansiado viaje a Europa (amparados por

Guillermo Laborde (1887-1977)Deporte - c.1935Oleo sobre tela 74 x 99 cm.la Ley de Becas de 1907 o a través de sus propios recursos), eligiendo generalmente España y Francia. Muchas veces se encontraron en Europa compartiendo academias y docentes. Convergieron en una común admiración hacia la estridencia fauvista, hacia las variantes que el post impresionismo desplegaba en los medios plásticos , hacia la atmósfera cubista (ya que al decir del propio Cuneo las obras cubistas no eran fáciles de ver hacia 1920). Aceptaron en general las nuevas vertientes mediatizándolas, congeniándolas con la realidad local. Tuvieron activa participación en cenáculos, revistas (que a menudo ilustraban), o agrupaciones de carácter interdisciplinario como Teseo (liderada por Eduardo Dieste), que tanto hicieron por la difusión cultural nacional. Van templando así una conciencia grupal en medio de un clima de euforia nacional con un comprometido sentido localista paralelamente abierto a innovaciones. Su obra no cuestiona la realidad (mirada en general con optimismo), sin embargo, son pintores rebeldes en relación con el nuevo lenguaje plástico que desarrollan. Esa "mirada" se vuelca especialmente al paisaje, al que hacen un "gran campo experimental"(3). En la exposición organizada por el grupo Teseo en Buenos Aires, en julio de 1927, cuarenta y cinco de las sesenta obras expuestas eran paisajes en su mayoría planistas (4).


Humberto Causa (1890-1925)Afueras de Maldonado - c.1918Oleo sobre tela 119 x 135 cm.
El retrato es frecuente, pero ya no se realiza por encargo. Los planistas gustan retratar a su familia, a compañeros de cenáculos, o simplemente, retratarse entre ellos, manifestando un juego de "admiraciones cruzadas" (5). Los niños irrumpen en la obra de algunos pintores, es el caso de Carmelo de Arzadun o Petrona Viera, quizás como manifestación de una elevada confianza en el porvenir.
La pintura planista es realizada en base a planos de color, planos cuyos bordes interactúan y aparecen más o menos facetados según el autor. La intencionalidad es hacer una pintura no volumétrica, con un dibujo austero en detalles y tendiente a cierta geometrización. Las figuras aparecen así recortadas. Para el pintor planista "tan primordial es la figura como el fondo, el centro como el ángulo más alejado del centro de la tela"(6). La pintura planista no incursiona en el claroscuro. El color, ausente de modelado, es generalmente utilizado puro; a menudo el cromatismo es vibrante. "Sus colores (vienen del fauvismo mediatizado por Anglada) resultan alusivos a la realidad (...) Esa adhesión uruguaya a la anécdota determina una pintura de honda subjetividad (...). Quizá en esa pintura hubo algo del ser nacional con sus contradicciones y su aporte personal. Seguramente esta pintura inaugura la pintura moderna uruguaya" (7).
Notas
Se reconoce a José Cuneo como el introductor del planismo en el Uruguay, fundamentalmente a través de las obras realizadas entre 1914 - 1918 y expuestas en Montevideo en Corralejo y Cía. en 1918. En forma casi inmediata otros autores adquieren la misma modalidad. Como extremo temporal opuesto las obras de Petrona Viera muestran un planismo que se extiende en la década del 30.
Kalenberg, Angel: "Arte Uruguayo y Otros"- Edición Galería Latina, Montevideo, 1990. Pág. 107
Argul, José Pedro: "Las Artes Plásticas del Uruguay"- Edición Barreiro y Ramos S.A., Montevideo, 1966. Pág. 114
Datos obtenidos de Gabriel Peluffo Linari: "El paisaje uruguayo a través del Arte en el Uruguay"- Ediciones Galería Latina, Montevideo, 1995. Pág. 49
Argul, José Pedro. Ob. Cit. Pág. 114
Pereda, Raquel: "El Planismo y Petrona Viera" - Edición Galería Latina, Montevideo, 1987. Pág. 65
Kalenberg, Angel: Ob. Cit. Pág. 110

Bibliografía
Argul, José Pedro : "Las Artes Plásticas del Uruguay"- Edición Barreiro y Ramos S.A., Montevideo, 1966
Dieste, Eduardo: "Teseo - Los problemas del Arte" - Editorial Losada, Buenos Aires, 1940
Kalenberg, Angel: "Arte Uruguayo y Otros" - Edición Galería Latina, Montevideo, 1990
Peluffo Linari, Gabriel: "De Blanes a Figari. Historia de la Pintura Uruguaya Tomo I" - Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo
Peluffo Linari, Gabriel: "El Paisaje a través del Arte en el Uruguay" - Ediciones Galería Latina. Montevideo, 1995
Pereda, Raquel: "José Cuneo . Retrato de un Artista" - Ediciones Galería Latina. Montevideo, 1988
Pereda, Raquel: "El Planismo y Petrona Viera" - Ediciones Galería Latina. Montevideo, 1987
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viernes, 7 de marzo de 2008

Literatura uruguaya: M. Benedetti, "Los pocillos"

Los pocillos. Mario Benedetti.
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. «Negro con rojo queda fenomenal», había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. «¿Qué buscás?» preguntó ella. «El encendedor.» «A tu derecha.» La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor.
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
«Este mes tampoco fuiste al médico», dijo Alberto.
«No.»
«¿Querés que te sea sincero?»
«Claro.»
«Me parece una idiotez de tu parte.»
«¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.»
La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
«De todos modos deberías ir», apoyó Mariana.«Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.»
«Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros. Yo tampoco creo en milagros.»
«¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.»
«¿De veras?» Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. Él menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego, y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
«Qué otoño desgraciado», dijo. «¿Te fijaste?»
La pregunta era para ella.
«No», respondió José Claudio. «Fijate vos por mí.»
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. «Gracias», había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella habia provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
«Y ayer estuvo Trelles», estaba diciendo José Claudio, «a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.»
«También puede ser que te aprecien», dijo Alberto, «que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.»
«Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.» La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
«Ahora sí podés calentar el café», dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así,formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
«No lo dejes hervir», dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: «No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.»
Mario Benedetti, Montevideanos (1959) Editorial Alfaguara.