Los Extraños
La casa estaba frente a una playa. Playa solitaria, con arenas muy blancas y suave oleaje.
El sol mañanero se rompía en mil colores sobre las olas.
La casa era el lugar de descanso de la familia. Al fondo, poseía un parque exótico en el que habitaban árboles, aves, hierbas, flores. El verde se interrumpía con cantos, colores, perfumes y aleteos.
María caminaba por la costa acompañada por los dos perros. Pasaría sola en la casa durante dos días porque los demás habían ido a la ciudad.
Los perros ladraron y María levantó su mirada hacia el mar. Vio una extraña embarcación a unos cien metros de la arena. Nunca había visto semejante cosa: era como una gran balsa de madera. Gruesos troncos salían de las entrañas de la embarcación. No tenía velas. Las olas la acercaron más y más a la costa hasta que se arrastró sobre la arena y varó a poca distancia de la joven.
La embarcación traía un grupo humano heterogéneo en edades y sexos. María vio hombres robustos, ancianos de blancas y largas barbas, niños y mujeres. Vestían ropas toscas, mezcla de fibras vegetales y cueros con forma de largas túnicas.
María sintió más asombro que miedo. Aquella gente empezó a bajar, caminaba en grupos hacia la joven. Los perros dejaron de ladrar.
La primera en acercarse fue una madre con un niño en brazos y con signos de debilitación. La mirada de la mujer se posó en los ojos de María y le infundió tranquilidad.
Usaban un idioma incomprensible. Los extraños, tampoco entendían a la joven. Un anciano se acercó y usó un mágico conjunto de señas. María pudo entender varias cosas: venían de muy lejos, habían perdido el rumbo, tenían hambre y sed, estaban confundidos. Estos seres vienen como de otro tiempo y otro espacio- reflexionó la joven. Observó sus artefactos, sus gestos, sus miradas, todo le resultaba nuevo, nunca visto. Le pareció soñar. Pero era muy equilibrada, no dudó de que lo que veía era real.
El anciano y la joven entablaron un diálogo gestual y se entendieron como si se conocieran de toda una vida.
María condujo al grupo a la casa. Arrancaron frutos y recibieron algo de comida que quedaba en la alacena. Nadie sentía miedo.
Pero, ¿quiénes eran?, ¿de dónde venían?. María quería saberlo. Si bien era arquitecta, le gustaba la Astronomía. Por eso recurrió a su computadora, sus mapas y todo lo que pudiera orientar al anciano. Éste no tuvo dificultad en entender lo que se le mostraba, intuyó que esos signos representaban espacios, pudo saber cuáles representaban tierras y cuáles, mares. Pero no podía orientarse. María recurrió a una representación del cielo que guardaba en su computadora. El anciano reconoció astros con los que siempre se orientaba en la noche en medio del mar.
Mientras esto ocurría, los niños corrían y jugaban con esos objetos de un mundo extraño. Sus madres los contemplaban sonrientes. También ellas y los hombres observaban cada cosa y la examinaban buscando su secreto.
Las horas habían transcurrido mientras el anciano y la arquitecta trataban de localizar el lugar de origen. Uno de los hombres se acercó y habló al anciano. Éste hizo saber a la joven mujer que había que buscar comida y ellos solamente podían buscarla en el mar y en la vegetación que rodeaba la casa. María asintió. Dos horas después, tenían pescado, frutas, raíces y otros productos alimenticios. A través del anciano, pudo saber que hombres y mujeres estaban dispuestos a cocinar. Había que enseñarles el uso de la vajilla, el encendido de la cocina eléctrica y otros rituales de la civilización. Asombrosamente, lo aprendieron todo con increíble facilidad.
El anciano y María continuaron buscando la isla perdida. A esa altura, no había dudas de que habitaban en medio del mar en un espacio tan pequeño que nunca fue visto por los españoles ni por ningún navegante hasta el siglo XXI.
La vida en la isla transcurría en paz y armonía, algo semejante a la Utopía de Tomás Moro.
La cena estuvo pronta. Allí se contaron anécdotas de la vida en la isla y María explicó cómo se vivía en su sociedad moderna y tecnificada. Su casa tenía elementos suficientes para mostrar la tecnología: televisión, electricidad, teléfono, computadoras, radio, reproductores de música. Todos miraban con curiosidad, pero no daban muestras de extrañeza ni temor. Se había creado un ambiente de comprensión y confianza. Aquellos extraños no conocían el delito, ni la crueldad ni el egoísmo. Transfirieron a la anfitriona sus principios y su estilo de vida. Eso explica la confianza y la tranquilidad que demostraban.
Luego, salieron al gran patio y se pusieron a cantar y a bailar. El canto inundaba el aire y rebotaba en las olas. Era un cantar armonioso y dulce, pero, a ratos, adquiría la fuerza de un himno cósmico. Todos bailaban, ya en rondas, ya formando originales figuras. Se movían con tanto sincronismo que parecían un solo cuerpo en danza. La luna llena regalaba sombras danzantes sobre el patio arenoso.
Alguien extendió la mano y, sin tener mucha conciencia, la joven se vio envuelta en el ritmo y la melodía de los extraños. Se notaba que estaban acostumbrados a bailar juntos. María concluyó que se unían para las más diversas actividades, por eso, la embarcación cargaba personas tan diversas en edad y género. Su organización estaría apoyada en la solidaridad y el amor.
La joven se ingenió para buscarles sitios para dormir, no tuvo mucho problema porque estaban acostumbrados a dormir al aire libre.
Ella continuó con el anciano buscando la isla perdida. El mapa del cielo fue de gran ayuda, la joven iba logrando datos: el lugar estaba en el hemisferio sur, no había otras tierras cercanas, los extraños no sabían que había otros hombres habitando otras tierras, el mundo se reducía a su isla, al mar que la rodeaba y al vasto cielo que aparecía en la noche.
Al día siguiente regresaba el resto de la familia. Los extraños debían partir antes de las seis de la tarde. Lo contrario, sería un escándalo. El padre se comunicaría con el gobierno, la casa se llenaría de policías, periodistas, autoridades y curiosos. Quizá, llevaran a los extraños a un hospital psiquiátrico o a un hospicio. Conocerían un mundo indiferente y despiadado, perderían su inocencia original. El anciano entendió la ansiedad de la joven.
Se fueron a descansar un rato. María no durmió, aquella mágica realidad la inundó de sentimientos contradictorios. Sentía una gran admiración por aquellos seres, habían ganado su afecto, hasta una leve envidia anidó en su corazón.
La anfitriona sintió pasos que subían escaleras, era el anciano. Desayunaron y retomaron su búsqueda: Una corriente marina los había desviado y extraviado en medio del mar. Su embarcación no tenía elementos como para retomar el rumbo; carecían de brújula y todo elemento de orientación, su guía eran los astros, pero, el cielo había permanecido nublado durante varios días. María lo supo porque consultó a varias estaciones meteorológicas. Ya había buscado bastante información en libros, mapas, Internet. Nunca preguntó por la isla, pero, su inteligencia y los aportes del anciano le permitieron sacar conclusiones respecto a su posible ubicación.
La balsa requería ciertas reparaciones, los hombres lo hicieron con mucha rapidez.
María apoyó su mentón en la mano y empezó a recordar su historia de vida: su niñez, al amor de su familia, su éxito como estudiante universitaria, su carrera de arquitecta que ya se destacaba como brillante, sus proyectos. Imaginó la familia que formaría próximamente, los hijos que tendría, el amor de su futuro esposo, la fiesta de bodas, los viajes, los edificios que diseñaría. Enorme contraste con lo que estaba viviendo. ¿Por qué se sentía tan apegada a esos extraños? ¿Estaría perdiendo el sentido de la realidad?
El anciano la sacó de estos pensamientos para anunciarle que estaba todo listo.
Todos salieron a juntar comida, La joven les entregó lo poco que encontró en la alacena como golosinas, galletas y algo de embutidos elaborados por sus padres.
Entregó una brújula y varios mapas al anciano.
Las mujeres y algunos adolescentes habían preparado el almuerzo. Mientras comían, había una expresión de fiesta en todos los rostros. Las miradas tenían más calidez, las manos parecían acariciar todo lo que tocaban.
A las cuatro de la tarde, empezaron a caminar en silencio hacia la balsa. Subieron las mujeres, los niños y los ancianos. María entró al agua, tocó la balsa. Los hombres más fornidos empujaban la embarcación que todavía se arrastraba sobre la arena. Finalmente, empezó a flotar, se hamacaba suavemente. María puso un pie en la escalerilla, el anciano le tomó la mano, leyó su intención en sus claros ojos. Pero, la apartó suavemente haciéndola descender, los remos batieron con fuerza y la balsa tomó velocidad.
Aurora Martino
miércoles, 27 de febrero de 2008
Literatura uruguaya: F. Espínola, "El hombre pálido"
El hombre pálido
Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos. Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma.En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija. Él, capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para "adentro" hacía una semana.En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero. -¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá -gritó Elvira. -¿Quién es? -preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.-No lo conozco. La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante. -Buenas tardes. Agachándose -la puerta era muy baja-, el hombre entró. -Buenas. Sientesé. ¿Lo ha derrotao l'agua? Saquesé el poncho y arrimeló al fogón. -Sí, es mejor. Aquí, no más.El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después, se sentó en un banco.-¿Viene de lejos? -curioseó la madre.-De Belastiquí. -¿Y va?-Pa l'estancia'e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche ... -Comodidá no tenemos ... Puede traer su recao y dormir aquí, en todo caso. -¡Cómo no! ... Estoy acostumbrao. La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón. Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie ... La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo: -A ver, aprontá un mate.Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba al perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo. Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. Enseguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía por qué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gentes de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con el ruido de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas. Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha ... ¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda. Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extrañas en quien la miraba; entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas ... ¡Yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan leal, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones ... Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él. Su mano vacilaba ahora al tenderla para recibir o entregar el mate. Elvira iba entretanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silencios a comer. Concluida la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido. -¡Mesmo qu'el hombre!-pensó éste. Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.-Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere. -Se agradece. -¡Buenas noches! -deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja. -Buenas. Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz ... Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar. El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil. El fogón, mal apagado, quedó brillando.
Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama. A eso de la medianoche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...En efecto: el hombre, que se echó nomás, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba de frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha. Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hechos sopa. Era un negro. -¿Están las mujeres solas? -preguntó ansioso.Sombrío, el otro respondió: -Sí. -La plata tiene qu'estar en algún lao. Empecemos. -No. No empezamos. -¿Qué hay?-Hay que yo no quiero.-¿Que no querés?-Sí, que no quiero. -¿Pero estás loco?-Peor pa mi si m'enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p'atrás. -¿El qué?-No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.-¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito. -Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó. -Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Qué tanto amolar por dos mujeres!-Es que vos tampoco vas a ir. -¿Desde cuándo es mi tutor el que habla?-Desde que tengo la tutora -bramó el interpelado tanteándose la daga. -¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido. Venite nomás -y desenvainó su cuchillo-. -¡Cállate, negro de los diablos! -rugió el otro lléndosele arriba.A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue de lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax. -¡Jesús, mama! -exclamó el negro. Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca. El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después, enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito. -¡Pucha que había sido cargoso el negro! -murmuraba-. ¡Le decía que no, y él que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao! ...La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.
Francisco Espínola
Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos. Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma.En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija. Él, capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para "adentro" hacía una semana.En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero. -¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá -gritó Elvira. -¿Quién es? -preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.-No lo conozco. La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante. -Buenas tardes. Agachándose -la puerta era muy baja-, el hombre entró. -Buenas. Sientesé. ¿Lo ha derrotao l'agua? Saquesé el poncho y arrimeló al fogón. -Sí, es mejor. Aquí, no más.El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después, se sentó en un banco.-¿Viene de lejos? -curioseó la madre.-De Belastiquí. -¿Y va?-Pa l'estancia'e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche ... -Comodidá no tenemos ... Puede traer su recao y dormir aquí, en todo caso. -¡Cómo no! ... Estoy acostumbrao. La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón. Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie ... La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo: -A ver, aprontá un mate.Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba al perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo. Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. Enseguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía por qué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gentes de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con el ruido de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas. Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha ... ¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda. Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extrañas en quien la miraba; entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas ... ¡Yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan leal, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones ... Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él. Su mano vacilaba ahora al tenderla para recibir o entregar el mate. Elvira iba entretanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silencios a comer. Concluida la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido. -¡Mesmo qu'el hombre!-pensó éste. Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.-Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere. -Se agradece. -¡Buenas noches! -deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja. -Buenas. Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz ... Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar. El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil. El fogón, mal apagado, quedó brillando.
Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama. A eso de la medianoche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...En efecto: el hombre, que se echó nomás, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba de frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha. Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hechos sopa. Era un negro. -¿Están las mujeres solas? -preguntó ansioso.Sombrío, el otro respondió: -Sí. -La plata tiene qu'estar en algún lao. Empecemos. -No. No empezamos. -¿Qué hay?-Hay que yo no quiero.-¿Que no querés?-Sí, que no quiero. -¿Pero estás loco?-Peor pa mi si m'enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p'atrás. -¿El qué?-No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.-¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito. -Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó. -Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Qué tanto amolar por dos mujeres!-Es que vos tampoco vas a ir. -¿Desde cuándo es mi tutor el que habla?-Desde que tengo la tutora -bramó el interpelado tanteándose la daga. -¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido. Venite nomás -y desenvainó su cuchillo-. -¡Cállate, negro de los diablos! -rugió el otro lléndosele arriba.A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue de lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax. -¡Jesús, mama! -exclamó el negro. Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca. El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después, enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito. -¡Pucha que había sido cargoso el negro! -murmuraba-. ¡Le decía que no, y él que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao! ...La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.
Francisco Espínola
lunes, 25 de febrero de 2008
domingo, 24 de febrero de 2008
Narrativa Uruguaya: Mis cuentos, "La mujer Olvidada"
La Mujer Olvidada
La Mujer Olvidada permanecía guardada en un viejo armario.
Carolina salió muy temprano en una mañana de domingo. Reinaba silencio en las calles, los vecinos descansaban, dormían, reparaban energías para enfrentar los duros trabajos de la semana. Tampoco se oía la risa de los niños jugando en las aceras.
El aire era sereno y el sol se levantaba brillando. Carolina sintió la tentación de sentarse en un banco de la plazoleta para disfrutar el amable ambiente de la mañana. Pero, no debía perder tiempo, su Misión la entusiasmaba a tal punto que no se daba tregua ni descanso. Tenía unos treinta años de vida bien aprovechada. Su principal objetivo era conocer al ser humano, entenderlo, saber de su esencia. Esto hizo que cursara la Licenciatura de Antropología. Su biblioteca mostraba sus inquietudes: muchos libros de Filosofía, los grandes clásicos de la Literatura universal, libros sagrados de todas las religiones del mundo, las mejores revistas científicas y varios tratados de Antropología.
La Antropóloga entró a una casa blanca y grande. Se dirigió a un armario polvoriento. Estos armarios eran uno de sus lugares preferidos. También, buscaba detrás de las puertas o en rincones en penumbra.
Abrió una puerta del alto armario. Un perfume extraño llamó su atención. La ropa estaba doblada ordenadamente. Sus yemas comenzaron a palpar lo que había en el ropero hasta que dio con algo de gran suavidad, similar a la del perfume. Desdobló lo que era una túnica de un blanco encandilante. Introdujo la mano en un bolsillo de su hallazgo y encontró un papel con una clara leyenda. “He olvidado mis sueños, mi nombre, nada recuerdo, nadie me recuerda.” Carolina sintió un singular estremecimiento. Su estupor aumentó cuando tomó conciencia que la túnica recobraba calor y empezaba a palpitar. Hasta que emergió una mujer y llenó la túnica.
La mujer tenía edad indefinida. Mezclaba gestos de niña ingenua, de adolescente inquisitiva y, otros, de adulta entristecida.
Soy la Mujer Olvidada, oyó Carolina. La voz salía entrecortada. - -¿Por qué hablas así?, -atinó a preguntarle-
-Es que olvidé las palabras- respondió-, nadie me contestaba, perdí la comunicación y, con ella, la Palabra. Primero, oí que emitía sonidos ahuecados, como si vinieran del vacío, no era mi voz.
Carolina tomó la mano de la Mujer Olvidada y la llevó hasta un diván. Miró aquellos ojos verdes de mirada insondable. Necesitaba saber. Tenía que recuperar la historia de aquel ser. No podía abrumar a preguntas. Le habló de la luz que entraba por la ventana, de los árboles altos, de la tibieza del aire. El rostro de la Mujer tomó un color rosa y su piel se volvió tersa y vital: se estaba comunicando con alguien. Recuperó la Palabra. Empezó un largo relato que iba reconstruyendo lo que fue su vida.
Había sido una persona exitosa, pujante, emprendedora, hábil en la resolución de los problemas que le planteaba la vida. Eran tantos, que solían agotarla. Pero, empezaba de nuevo una y otra vez.
Todo cambió con la gran inundación. El viento soplaba de dirección indefinida, retorcía los árboles y amontonó grandes nubarrones negros. Sobrevino una gran oscuridad. Las nubes negras dejaron caer grandes chorros de agua oscura, se formó un lodazal. El lodo invadió las calles y penetró en las viviendas como hasta tres metros de altura. Entreveraba y arrastraba todo
La Mujer fue llevada lejos por la corriente de lodo. La Gran Dama no estaba con ella, se había ido, la dejó sola, estaba más cansada de retirar lodo y la Mujer no la ayudó lo suficiente, concentrada en su propio esfuerzo y confusión.
La inundación comenzó a retroceder a los lugares más bajos. La Mujer estaba tendida, entrecubierta por el resto de lodo. Pasaba gente sobre su cuerpo, pero no la veían o eran indiferentes. Se durmió. Al despertar, divisó zonas limpias, caminó en busca de aguas claras. Encontró un estanque protegido y nadó en él hasta que la suciedad abandonó su cuerpo.
Conocía el camino hacia su casa. La encontró vacía: la inundación había llevado sus tesoros. Ya no tenía nada para dar. Los pordioseros que golpeaban su puerta en busca de comida y dinero dejaron de mirarla. Ya no tenía nada para dar.
La casa se llenó de rejas y se transformó en prisión. La Mujer reforzó las rejas con cuerdas de miedo que rodeaban su cuerpo y su alma. Solía mirar los árboles desde el gran ventanal. Los veía cambiar de colores con el paso de las estaciones: el verde intenso se trocaba en amarillo otoñal, luego, se desnudaban y mostraban la vejez del invierno. Pero, retoñaban en primavera. Los árboles le recordaban el ritmo de la vida al que ella no podía ingresar.
Los diálogos se terminaron. Nadie la entendía, nadie la dejaba hablar. Y, cuando lo hacía, se burlaban, desconocían su inteligencia y su amor.
Poco a poco cayó en la soledad absoluta y el olvido total. Así fue cómo terminó doblada en el viejo armario.
Carolina escuchó el relato con atención y asombro. Invitó a la Mujer Olvidada a salir al mundo. Recorrieron calles anchas y calles pequeñas, se detuvieron en los parques. Conversaban animadamente. La Antropóloga llevó a la Mujer a una tienda, observó que un dejo de sensualidad animaba su rostro, sus ojos, sus labios. Le compró joyas de oro y brillantes, se destacaba una hermosa tiara que colocó sobre la frente de la Mujer. Luego, buscó calzado y vestido elegantes. La Mujer parecía una princesa o un hada porque se unían en ella prestancia y levedad. Los hombres miraban azorados tanta belleza expresada en un cuerpo armonioso y una sonrisa transparente.
Las dos abandonaron la tienda. Se sentaron a comer en una terraza que daba al mar. Disfrutaron el sabor de los mariscos y sorbieron un buen vino.
Retomaron su caminata, contemplaban y comentaban todo lo que miraban.
Atardeció. Sentadas en un farallón, entraron en el silencio, los pensamientos de cada una transcurrían por caminos propios.
Carolina había aprendido mucho, supo que estaba frente a una mujer con gran sabiduría.
El día se apagaba.
Carolina se planteó dos opciones: la Mujer Olvidada podía ayudarla a desvelar más misterios de la existencia humana, transformarse en una buscadora de rincones en penumbra y armarios abandonados.
La otra opción era retornarla a la túnica blanca y dejarla doblada en el viejo armario donde permanecían las cosas eternas.
Aurora Martino
La Mujer Olvidada permanecía guardada en un viejo armario.
Carolina salió muy temprano en una mañana de domingo. Reinaba silencio en las calles, los vecinos descansaban, dormían, reparaban energías para enfrentar los duros trabajos de la semana. Tampoco se oía la risa de los niños jugando en las aceras.
El aire era sereno y el sol se levantaba brillando. Carolina sintió la tentación de sentarse en un banco de la plazoleta para disfrutar el amable ambiente de la mañana. Pero, no debía perder tiempo, su Misión la entusiasmaba a tal punto que no se daba tregua ni descanso. Tenía unos treinta años de vida bien aprovechada. Su principal objetivo era conocer al ser humano, entenderlo, saber de su esencia. Esto hizo que cursara la Licenciatura de Antropología. Su biblioteca mostraba sus inquietudes: muchos libros de Filosofía, los grandes clásicos de la Literatura universal, libros sagrados de todas las religiones del mundo, las mejores revistas científicas y varios tratados de Antropología.
La Antropóloga entró a una casa blanca y grande. Se dirigió a un armario polvoriento. Estos armarios eran uno de sus lugares preferidos. También, buscaba detrás de las puertas o en rincones en penumbra.
Abrió una puerta del alto armario. Un perfume extraño llamó su atención. La ropa estaba doblada ordenadamente. Sus yemas comenzaron a palpar lo que había en el ropero hasta que dio con algo de gran suavidad, similar a la del perfume. Desdobló lo que era una túnica de un blanco encandilante. Introdujo la mano en un bolsillo de su hallazgo y encontró un papel con una clara leyenda. “He olvidado mis sueños, mi nombre, nada recuerdo, nadie me recuerda.” Carolina sintió un singular estremecimiento. Su estupor aumentó cuando tomó conciencia que la túnica recobraba calor y empezaba a palpitar. Hasta que emergió una mujer y llenó la túnica.
La mujer tenía edad indefinida. Mezclaba gestos de niña ingenua, de adolescente inquisitiva y, otros, de adulta entristecida.
Soy la Mujer Olvidada, oyó Carolina. La voz salía entrecortada. - -¿Por qué hablas así?, -atinó a preguntarle-
-Es que olvidé las palabras- respondió-, nadie me contestaba, perdí la comunicación y, con ella, la Palabra. Primero, oí que emitía sonidos ahuecados, como si vinieran del vacío, no era mi voz.
Carolina tomó la mano de la Mujer Olvidada y la llevó hasta un diván. Miró aquellos ojos verdes de mirada insondable. Necesitaba saber. Tenía que recuperar la historia de aquel ser. No podía abrumar a preguntas. Le habló de la luz que entraba por la ventana, de los árboles altos, de la tibieza del aire. El rostro de la Mujer tomó un color rosa y su piel se volvió tersa y vital: se estaba comunicando con alguien. Recuperó la Palabra. Empezó un largo relato que iba reconstruyendo lo que fue su vida.
Había sido una persona exitosa, pujante, emprendedora, hábil en la resolución de los problemas que le planteaba la vida. Eran tantos, que solían agotarla. Pero, empezaba de nuevo una y otra vez.
Todo cambió con la gran inundación. El viento soplaba de dirección indefinida, retorcía los árboles y amontonó grandes nubarrones negros. Sobrevino una gran oscuridad. Las nubes negras dejaron caer grandes chorros de agua oscura, se formó un lodazal. El lodo invadió las calles y penetró en las viviendas como hasta tres metros de altura. Entreveraba y arrastraba todo
La Mujer fue llevada lejos por la corriente de lodo. La Gran Dama no estaba con ella, se había ido, la dejó sola, estaba más cansada de retirar lodo y la Mujer no la ayudó lo suficiente, concentrada en su propio esfuerzo y confusión.
La inundación comenzó a retroceder a los lugares más bajos. La Mujer estaba tendida, entrecubierta por el resto de lodo. Pasaba gente sobre su cuerpo, pero no la veían o eran indiferentes. Se durmió. Al despertar, divisó zonas limpias, caminó en busca de aguas claras. Encontró un estanque protegido y nadó en él hasta que la suciedad abandonó su cuerpo.
Conocía el camino hacia su casa. La encontró vacía: la inundación había llevado sus tesoros. Ya no tenía nada para dar. Los pordioseros que golpeaban su puerta en busca de comida y dinero dejaron de mirarla. Ya no tenía nada para dar.
La casa se llenó de rejas y se transformó en prisión. La Mujer reforzó las rejas con cuerdas de miedo que rodeaban su cuerpo y su alma. Solía mirar los árboles desde el gran ventanal. Los veía cambiar de colores con el paso de las estaciones: el verde intenso se trocaba en amarillo otoñal, luego, se desnudaban y mostraban la vejez del invierno. Pero, retoñaban en primavera. Los árboles le recordaban el ritmo de la vida al que ella no podía ingresar.
Los diálogos se terminaron. Nadie la entendía, nadie la dejaba hablar. Y, cuando lo hacía, se burlaban, desconocían su inteligencia y su amor.
Poco a poco cayó en la soledad absoluta y el olvido total. Así fue cómo terminó doblada en el viejo armario.
Carolina escuchó el relato con atención y asombro. Invitó a la Mujer Olvidada a salir al mundo. Recorrieron calles anchas y calles pequeñas, se detuvieron en los parques. Conversaban animadamente. La Antropóloga llevó a la Mujer a una tienda, observó que un dejo de sensualidad animaba su rostro, sus ojos, sus labios. Le compró joyas de oro y brillantes, se destacaba una hermosa tiara que colocó sobre la frente de la Mujer. Luego, buscó calzado y vestido elegantes. La Mujer parecía una princesa o un hada porque se unían en ella prestancia y levedad. Los hombres miraban azorados tanta belleza expresada en un cuerpo armonioso y una sonrisa transparente.
Las dos abandonaron la tienda. Se sentaron a comer en una terraza que daba al mar. Disfrutaron el sabor de los mariscos y sorbieron un buen vino.
Retomaron su caminata, contemplaban y comentaban todo lo que miraban.
Atardeció. Sentadas en un farallón, entraron en el silencio, los pensamientos de cada una transcurrían por caminos propios.
Carolina había aprendido mucho, supo que estaba frente a una mujer con gran sabiduría.
El día se apagaba.
Carolina se planteó dos opciones: la Mujer Olvidada podía ayudarla a desvelar más misterios de la existencia humana, transformarse en una buscadora de rincones en penumbra y armarios abandonados.
La otra opción era retornarla a la túnica blanca y dejarla doblada en el viejo armario donde permanecían las cosas eternas.
Aurora Martino
sábado, 2 de febrero de 2008
Uruguay Natural: Los turistas visitan este país
Es verano en el hemisferio austral.
Uruguay ofrece su naturaleza variada, impresionante y acogedora a turistas del mundo entero. La mayoría busca el contacto con la naturaleza tal y como es.
Las playas con arenas limpias y aguas oceánicas son el principal atractivo
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