La Mujer Olvidada
La Mujer Olvidada permanecía guardada en un viejo armario.
Carolina salió muy temprano en una mañana de domingo. Reinaba silencio en las calles, los vecinos descansaban, dormían, reparaban energías para enfrentar los duros trabajos de la semana. Tampoco se oía la risa de los niños jugando en las aceras.
El aire era sereno y el sol se levantaba brillando. Carolina sintió la tentación de sentarse en un banco de la plazoleta para disfrutar el amable ambiente de la mañana. Pero, no debía perder tiempo, su Misión la entusiasmaba a tal punto que no se daba tregua ni descanso. Tenía unos treinta años de vida bien aprovechada. Su principal objetivo era conocer al ser humano, entenderlo, saber de su esencia. Esto hizo que cursara la Licenciatura de Antropología. Su biblioteca mostraba sus inquietudes: muchos libros de Filosofía, los grandes clásicos de la Literatura universal, libros sagrados de todas las religiones del mundo, las mejores revistas científicas y varios tratados de Antropología.
La Antropóloga entró a una casa blanca y grande. Se dirigió a un armario polvoriento. Estos armarios eran uno de sus lugares preferidos. También, buscaba detrás de las puertas o en rincones en penumbra.
Abrió una puerta del alto armario. Un perfume extraño llamó su atención. La ropa estaba doblada ordenadamente. Sus yemas comenzaron a palpar lo que había en el ropero hasta que dio con algo de gran suavidad, similar a la del perfume. Desdobló lo que era una túnica de un blanco encandilante. Introdujo la mano en un bolsillo de su hallazgo y encontró un papel con una clara leyenda. “He olvidado mis sueños, mi nombre, nada recuerdo, nadie me recuerda.” Carolina sintió un singular estremecimiento. Su estupor aumentó cuando tomó conciencia que la túnica recobraba calor y empezaba a palpitar. Hasta que emergió una mujer y llenó la túnica.
La mujer tenía edad indefinida. Mezclaba gestos de niña ingenua, de adolescente inquisitiva y, otros, de adulta entristecida.
Soy la Mujer Olvidada, oyó Carolina. La voz salía entrecortada. - -¿Por qué hablas así?, -atinó a preguntarle-
-Es que olvidé las palabras- respondió-, nadie me contestaba, perdí la comunicación y, con ella, la Palabra. Primero, oí que emitía sonidos ahuecados, como si vinieran del vacío, no era mi voz.
Carolina tomó la mano de la Mujer Olvidada y la llevó hasta un diván. Miró aquellos ojos verdes de mirada insondable. Necesitaba saber. Tenía que recuperar la historia de aquel ser. No podía abrumar a preguntas. Le habló de la luz que entraba por la ventana, de los árboles altos, de la tibieza del aire. El rostro de la Mujer tomó un color rosa y su piel se volvió tersa y vital: se estaba comunicando con alguien. Recuperó la Palabra. Empezó un largo relato que iba reconstruyendo lo que fue su vida.
Había sido una persona exitosa, pujante, emprendedora, hábil en la resolución de los problemas que le planteaba la vida. Eran tantos, que solían agotarla. Pero, empezaba de nuevo una y otra vez.
Todo cambió con la gran inundación. El viento soplaba de dirección indefinida, retorcía los árboles y amontonó grandes nubarrones negros. Sobrevino una gran oscuridad. Las nubes negras dejaron caer grandes chorros de agua oscura, se formó un lodazal. El lodo invadió las calles y penetró en las viviendas como hasta tres metros de altura. Entreveraba y arrastraba todo
La Mujer fue llevada lejos por la corriente de lodo. La Gran Dama no estaba con ella, se había ido, la dejó sola, estaba más cansada de retirar lodo y la Mujer no la ayudó lo suficiente, concentrada en su propio esfuerzo y confusión.
La inundación comenzó a retroceder a los lugares más bajos. La Mujer estaba tendida, entrecubierta por el resto de lodo. Pasaba gente sobre su cuerpo, pero no la veían o eran indiferentes. Se durmió. Al despertar, divisó zonas limpias, caminó en busca de aguas claras. Encontró un estanque protegido y nadó en él hasta que la suciedad abandonó su cuerpo.
Conocía el camino hacia su casa. La encontró vacía: la inundación había llevado sus tesoros. Ya no tenía nada para dar. Los pordioseros que golpeaban su puerta en busca de comida y dinero dejaron de mirarla. Ya no tenía nada para dar.
La casa se llenó de rejas y se transformó en prisión. La Mujer reforzó las rejas con cuerdas de miedo que rodeaban su cuerpo y su alma. Solía mirar los árboles desde el gran ventanal. Los veía cambiar de colores con el paso de las estaciones: el verde intenso se trocaba en amarillo otoñal, luego, se desnudaban y mostraban la vejez del invierno. Pero, retoñaban en primavera. Los árboles le recordaban el ritmo de la vida al que ella no podía ingresar.
Los diálogos se terminaron. Nadie la entendía, nadie la dejaba hablar. Y, cuando lo hacía, se burlaban, desconocían su inteligencia y su amor.
Poco a poco cayó en la soledad absoluta y el olvido total. Así fue cómo terminó doblada en el viejo armario.
Carolina escuchó el relato con atención y asombro. Invitó a la Mujer Olvidada a salir al mundo. Recorrieron calles anchas y calles pequeñas, se detuvieron en los parques. Conversaban animadamente. La Antropóloga llevó a la Mujer a una tienda, observó que un dejo de sensualidad animaba su rostro, sus ojos, sus labios. Le compró joyas de oro y brillantes, se destacaba una hermosa tiara que colocó sobre la frente de la Mujer. Luego, buscó calzado y vestido elegantes. La Mujer parecía una princesa o un hada porque se unían en ella prestancia y levedad. Los hombres miraban azorados tanta belleza expresada en un cuerpo armonioso y una sonrisa transparente.
Las dos abandonaron la tienda. Se sentaron a comer en una terraza que daba al mar. Disfrutaron el sabor de los mariscos y sorbieron un buen vino.
Retomaron su caminata, contemplaban y comentaban todo lo que miraban.
Atardeció. Sentadas en un farallón, entraron en el silencio, los pensamientos de cada una transcurrían por caminos propios.
Carolina había aprendido mucho, supo que estaba frente a una mujer con gran sabiduría.
El día se apagaba.
Carolina se planteó dos opciones: la Mujer Olvidada podía ayudarla a desvelar más misterios de la existencia humana, transformarse en una buscadora de rincones en penumbra y armarios abandonados.
La otra opción era retornarla a la túnica blanca y dejarla doblada en el viejo armario donde permanecían las cosas eternas.
Aurora Martino
sábado, 28 de febrero de 2009
Intolerancia
Dos formas de intolerancia
Pablo da Silveira
Durante al menos dos siglos, las sociedades occidentales fueron sacudidas por los conflictos religiosos. En ese tiempo, creer o no creer; creer en el dios que se consideraba equivocado, o creer en el dios que se consideraba correcto pero de una manera presuntamente equivocada, eran motivos suficientes para perder la vida. Muchas de las prácticas que hoy nos horrorizan en el fundamentalismo islámico (muchas, aunque no todas) fueron consideradas normales por nuestros ancestros. Y es muy bueno que hayamos salido de eso.
La intolerancia, sin embargo, no ha desaparecido por completo. En general se ha vuelto menos violenta, tal vez aprendió a ser más solapada, pero todavía conserva su capacidad de hacer daño. A veces se presenta de forma brutal, y entonces casi todos la rechazamos, pero a veces se presenta de un modo tan sutil que podemos caer en ella sin darnos cuenta.
En particular, hay dos formas de intolerancia religiosa que siguen muy presentes en las sociedades democráticas. Una de ellas es típica de quienes son creyentes y la otra es típica de quienes no creen. Dicho en otras palabras: la primera es una forma de intolerancia hacia quienes no tienen fe y la segunda es una forma de intolerancia hacia la fe religiosa. Estos dos prejuicios recíprocos son probablemente los últimos resabios que nos quedan de aquellos viejos enfrentamientos, al menos allí donde hemos conseguido salir de ellos.
La primera forma de intolerancia, propia de muchas personas creyentes, consiste en pensar que alguien que carece de fe religiosa no puede ser plenamente confiable en términos morales. Esta idea adoptó una forma típica hace algunos siglos y otra más actual. La forma antigua (frecuente entre los siglos XVII y XIX) consistía en decir que alguien sin convicciones religiosas no tiene razones para cumplir con su deber porque no teme al castigo. Si incumplir las promesas no nos lleva al infierno, entonces no hay suficientes razones para honrarlas. La forma contemporánea que adopta esta forma de intolerancia consiste en decir que, si alguien crece que tener vínculos con alguna religión o tradición específica, no tendrá oportunidad de incorporar valores que guíen su conducta ni de encontrar modelos morales que lo inspiren. Por eso su moral nunca será sólida.
La segunda forma de intolerancia, típica de muchas personas que no tienen fe, consiste en creer que no se puede tener esa clase de creencias y ser al mismo tiempo plenamente racional. Puede que haya muchos creyentes que sean personas buenas e intelectualmente sólidas, pero en alguna parte hay algo que no anda bien. Si esas personas fueran plenamente racionales, terminarían por abandonar sus creencias. Por eso, y aunque no se lo propongan, esas personas están perjudicando a sus hijos: con intenciones probablemente nobles, les están transmitiendo la patología que ellos mismos sufren. Esta visión es típica de quienes prolongan la tradición jacobina.
Estas dos ideas son prejuicios en el sentido estricto del término: convicciones que se aceptan como verdaderas sin necesidad de contrastarlas. Pero ocurre que ambas son falsas. Nuestras sociedades están pobladas de gente que es moralmente admirable (o, al menos, mucho más admirable que otra gente que dice actuar en nombre de su dios) pese a carecer de convicciones religiosas. Y nuestras sociedades están pobladas de gente que tiene convicciones religiosas y al mismo es todo lo racional que podemos ser los seres humanos (o, al menos, mucho más racional que otras personas que no tienen esas creencias).
Esta reflexión puede parecer innecesariamente especulativa, pero tiene consecuencias concretas. Por ejemplo, el choque entre estos dos prejuicios fue una de las causas de las grandes "guerras escolares" que se vivieron en el siglo XIX. Y los coletazos de esas guerras nos siguen afectando hasta hoy.
Mientras los creyentes mantuvieron el control sobre el Estado, impusieron la educación religiosa a los hijos de los no creyentes. En parte lo hicieron para fortalecer su propia causa y en parte porque pensaban que era lo correcto: dar una formación religiosa obligatoria era bueno para cada uno de los miembros de las nuevas generaciones y para la sociedad en su conjunto. Sólo una educación semejante aseguraría niveles adecuados de moralidad pública y privada.
Cuando las fuerzas secularizadoras lograron el control del Estado, decidieron (al menos en países como el nuestro) tratar a la educación religiosa como un mal que había que tolerar: prohibirla era probablemente un exceso, pero había que hacer lo necesario para que la menor cantidad de gente accediera a ella. Una vez más, las fuerzas secularizadoras estaban intentando fortalecer su propia causa y al mismo tiempo hacían lo que consideraban correcto: debilitar la enseñanza religiosa era un avance en la lucha contra el oscurantismo. Hoy deberíamos saber que esas dos visiones estaban fundadas en prejuicios y que ambas limitan indebidamente la libertad.
Tomado de "El País Digital"
Pablo da Silveira
Durante al menos dos siglos, las sociedades occidentales fueron sacudidas por los conflictos religiosos. En ese tiempo, creer o no creer; creer en el dios que se consideraba equivocado, o creer en el dios que se consideraba correcto pero de una manera presuntamente equivocada, eran motivos suficientes para perder la vida. Muchas de las prácticas que hoy nos horrorizan en el fundamentalismo islámico (muchas, aunque no todas) fueron consideradas normales por nuestros ancestros. Y es muy bueno que hayamos salido de eso.
La intolerancia, sin embargo, no ha desaparecido por completo. En general se ha vuelto menos violenta, tal vez aprendió a ser más solapada, pero todavía conserva su capacidad de hacer daño. A veces se presenta de forma brutal, y entonces casi todos la rechazamos, pero a veces se presenta de un modo tan sutil que podemos caer en ella sin darnos cuenta.
En particular, hay dos formas de intolerancia religiosa que siguen muy presentes en las sociedades democráticas. Una de ellas es típica de quienes son creyentes y la otra es típica de quienes no creen. Dicho en otras palabras: la primera es una forma de intolerancia hacia quienes no tienen fe y la segunda es una forma de intolerancia hacia la fe religiosa. Estos dos prejuicios recíprocos son probablemente los últimos resabios que nos quedan de aquellos viejos enfrentamientos, al menos allí donde hemos conseguido salir de ellos.
La primera forma de intolerancia, propia de muchas personas creyentes, consiste en pensar que alguien que carece de fe religiosa no puede ser plenamente confiable en términos morales. Esta idea adoptó una forma típica hace algunos siglos y otra más actual. La forma antigua (frecuente entre los siglos XVII y XIX) consistía en decir que alguien sin convicciones religiosas no tiene razones para cumplir con su deber porque no teme al castigo. Si incumplir las promesas no nos lleva al infierno, entonces no hay suficientes razones para honrarlas. La forma contemporánea que adopta esta forma de intolerancia consiste en decir que, si alguien crece que tener vínculos con alguna religión o tradición específica, no tendrá oportunidad de incorporar valores que guíen su conducta ni de encontrar modelos morales que lo inspiren. Por eso su moral nunca será sólida.
La segunda forma de intolerancia, típica de muchas personas que no tienen fe, consiste en creer que no se puede tener esa clase de creencias y ser al mismo tiempo plenamente racional. Puede que haya muchos creyentes que sean personas buenas e intelectualmente sólidas, pero en alguna parte hay algo que no anda bien. Si esas personas fueran plenamente racionales, terminarían por abandonar sus creencias. Por eso, y aunque no se lo propongan, esas personas están perjudicando a sus hijos: con intenciones probablemente nobles, les están transmitiendo la patología que ellos mismos sufren. Esta visión es típica de quienes prolongan la tradición jacobina.
Estas dos ideas son prejuicios en el sentido estricto del término: convicciones que se aceptan como verdaderas sin necesidad de contrastarlas. Pero ocurre que ambas son falsas. Nuestras sociedades están pobladas de gente que es moralmente admirable (o, al menos, mucho más admirable que otra gente que dice actuar en nombre de su dios) pese a carecer de convicciones religiosas. Y nuestras sociedades están pobladas de gente que tiene convicciones religiosas y al mismo es todo lo racional que podemos ser los seres humanos (o, al menos, mucho más racional que otras personas que no tienen esas creencias).
Esta reflexión puede parecer innecesariamente especulativa, pero tiene consecuencias concretas. Por ejemplo, el choque entre estos dos prejuicios fue una de las causas de las grandes "guerras escolares" que se vivieron en el siglo XIX. Y los coletazos de esas guerras nos siguen afectando hasta hoy.
Mientras los creyentes mantuvieron el control sobre el Estado, impusieron la educación religiosa a los hijos de los no creyentes. En parte lo hicieron para fortalecer su propia causa y en parte porque pensaban que era lo correcto: dar una formación religiosa obligatoria era bueno para cada uno de los miembros de las nuevas generaciones y para la sociedad en su conjunto. Sólo una educación semejante aseguraría niveles adecuados de moralidad pública y privada.
Cuando las fuerzas secularizadoras lograron el control del Estado, decidieron (al menos en países como el nuestro) tratar a la educación religiosa como un mal que había que tolerar: prohibirla era probablemente un exceso, pero había que hacer lo necesario para que la menor cantidad de gente accediera a ella. Una vez más, las fuerzas secularizadoras estaban intentando fortalecer su propia causa y al mismo tiempo hacían lo que consideraban correcto: debilitar la enseñanza religiosa era un avance en la lucha contra el oscurantismo. Hoy deberíamos saber que esas dos visiones estaban fundadas en prejuicios y que ambas limitan indebidamente la libertad.
Tomado de "El País Digital"
jueves, 12 de febrero de 2009
PETRÓLEO EN URUGUAY?
FORO SOBRE EL PETROLEO EN URUGUAY
MONTEVIDEO, 11 (ANSA)- Más de 500 delegados de empresas de petróleo y gas de América Latina y Caribe, así como de organismos internacionales, gubernamentales e instituciones financieras, participarán del 22 al 24 de abril en Punta del Este de la primera Conferencia Arpel 2009 sobre Desarrollo Sostenible, se anunció hoy en Montevideo. Convocada bajo el lema "Desarrollo Sostenible. El rol de la industria de petróleo y gas en América Latina y Caribe", la conferencia de la Asociación Regional de Empresas de Petróleo y Gas Natural en Latinoamérica (ARPEL) coincide con el desarrollo de la Ronda Uruguay en el país para la exploración y explotación de crudo en el mar territorial. El ministro de Industria y Energía, Daniel Martínez, el titular de la empresa petrolera estatal ANCAP, Raúl Sendic, y el secretario Ejecutivo de ARPEL, José Félix García, lanzaron hoy en Montevideo en rueda de prensa la conferencia que se celebrará cada dos años en Punta del Este, principal balneario uruguayo. "Para Uruguay es un placer que mas de 500 delegados de toda América Latina y el mundo estén participando en un tema tan determinante como es este y que abarca aspectos de compromiso en el desarrollo de la industria energética", subrayó el ministro. Temas económicos y ambientales asociados a la gestión de la industria forman parte del temario del foro declarado de interés nacional por la presidencia uruguaya y que cuenta con el apoyo de las empresas brasileña Petrobras, Repsol-YPF, Ecopetrol, Petroecuador y el Instituto Brasileño de Petróleo, entre otros. MCC 11/02/2009 17:32
MONTEVIDEO, 11 (ANSA)- Más de 500 delegados de empresas de petróleo y gas de América Latina y Caribe, así como de organismos internacionales, gubernamentales e instituciones financieras, participarán del 22 al 24 de abril en Punta del Este de la primera Conferencia Arpel 2009 sobre Desarrollo Sostenible, se anunció hoy en Montevideo. Convocada bajo el lema "Desarrollo Sostenible. El rol de la industria de petróleo y gas en América Latina y Caribe", la conferencia de la Asociación Regional de Empresas de Petróleo y Gas Natural en Latinoamérica (ARPEL) coincide con el desarrollo de la Ronda Uruguay en el país para la exploración y explotación de crudo en el mar territorial. El ministro de Industria y Energía, Daniel Martínez, el titular de la empresa petrolera estatal ANCAP, Raúl Sendic, y el secretario Ejecutivo de ARPEL, José Félix García, lanzaron hoy en Montevideo en rueda de prensa la conferencia que se celebrará cada dos años en Punta del Este, principal balneario uruguayo. "Para Uruguay es un placer que mas de 500 delegados de toda América Latina y el mundo estén participando en un tema tan determinante como es este y que abarca aspectos de compromiso en el desarrollo de la industria energética", subrayó el ministro. Temas económicos y ambientales asociados a la gestión de la industria forman parte del temario del foro declarado de interés nacional por la presidencia uruguaya y que cuenta con el apoyo de las empresas brasileña Petrobras, Repsol-YPF, Ecopetrol, Petroecuador y el Instituto Brasileño de Petróleo, entre otros. MCC 11/02/2009 17:32
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