sábado, 28 de febrero de 2009

Intolerancia

Dos formas de intolerancia
Pablo da Silveira
Durante al menos dos siglos, las sociedades occidentales fueron sacudidas por los conflictos religiosos. En ese tiempo, creer o no creer; creer en el dios que se consideraba equivocado, o creer en el dios que se consideraba correcto pero de una manera presuntamente equivocada, eran motivos suficientes para perder la vida. Muchas de las prácticas que hoy nos horrorizan en el fundamentalismo islámico (muchas, aunque no todas) fueron consideradas normales por nuestros ancestros. Y es muy bueno que hayamos salido de eso.
La intolerancia, sin embargo, no ha desaparecido por completo. En general se ha vuelto menos violenta, tal vez aprendió a ser más solapada, pero todavía conserva su capacidad de hacer daño. A veces se presenta de forma brutal, y entonces casi todos la rechazamos, pero a veces se presenta de un modo tan sutil que podemos caer en ella sin darnos cuenta.
En particular, hay dos formas de intolerancia religiosa que siguen muy presentes en las sociedades democráticas. Una de ellas es típica de quienes son creyentes y la otra es típica de quienes no creen. Dicho en otras palabras: la primera es una forma de intolerancia hacia quienes no tienen fe y la segunda es una forma de intolerancia hacia la fe religiosa. Estos dos prejuicios recíprocos son probablemente los últimos resabios que nos quedan de aquellos viejos enfrentamientos, al menos allí donde hemos conseguido salir de ellos.
La primera forma de intolerancia, propia de muchas personas creyentes, consiste en pensar que alguien que carece de fe religiosa no puede ser plenamente confiable en términos morales. Esta idea adoptó una forma típica hace algunos siglos y otra más actual. La forma antigua (frecuente entre los siglos XVII y XIX) consistía en decir que alguien sin convicciones religiosas no tiene razones para cumplir con su deber porque no teme al castigo. Si incumplir las promesas no nos lleva al infierno, entonces no hay suficientes razones para honrarlas. La forma contemporánea que adopta esta forma de intolerancia consiste en decir que, si alguien crece que tener vínculos con alguna religión o tradición específica, no tendrá oportunidad de incorporar valores que guíen su conducta ni de encontrar modelos morales que lo inspiren. Por eso su moral nunca será sólida.
La segunda forma de intolerancia, típica de muchas personas que no tienen fe, consiste en creer que no se puede tener esa clase de creencias y ser al mismo tiempo plenamente racional. Puede que haya muchos creyentes que sean personas buenas e intelectualmente sólidas, pero en alguna parte hay algo que no anda bien. Si esas personas fueran plenamente racionales, terminarían por abandonar sus creencias. Por eso, y aunque no se lo propongan, esas personas están perjudicando a sus hijos: con intenciones probablemente nobles, les están transmitiendo la patología que ellos mismos sufren. Esta visión es típica de quienes prolongan la tradición jacobina.
Estas dos ideas son prejuicios en el sentido estricto del término: convicciones que se aceptan como verdaderas sin necesidad de contrastarlas. Pero ocurre que ambas son falsas. Nuestras sociedades están pobladas de gente que es moralmente admirable (o, al menos, mucho más admirable que otra gente que dice actuar en nombre de su dios) pese a carecer de convicciones religiosas. Y nuestras sociedades están pobladas de gente que tiene convicciones religiosas y al mismo es todo lo racional que podemos ser los seres humanos (o, al menos, mucho más racional que otras personas que no tienen esas creencias).
Esta reflexión puede parecer innecesariamente especulativa, pero tiene consecuencias concretas. Por ejemplo, el choque entre estos dos prejuicios fue una de las causas de las grandes "guerras escolares" que se vivieron en el siglo XIX. Y los coletazos de esas guerras nos siguen afectando hasta hoy.
Mientras los creyentes mantuvieron el control sobre el Estado, impusieron la educación religiosa a los hijos de los no creyentes. En parte lo hicieron para fortalecer su propia causa y en parte porque pensaban que era lo correcto: dar una formación religiosa obligatoria era bueno para cada uno de los miembros de las nuevas generaciones y para la sociedad en su conjunto. Sólo una educación semejante aseguraría niveles adecuados de moralidad pública y privada.
Cuando las fuerzas secularizadoras lograron el control del Estado, decidieron (al menos en países como el nuestro) tratar a la educación religiosa como un mal que había que tolerar: prohibirla era probablemente un exceso, pero había que hacer lo necesario para que la menor cantidad de gente accediera a ella. Una vez más, las fuerzas secularizadoras estaban intentando fortalecer su propia causa y al mismo tiempo hacían lo que consideraban correcto: debilitar la enseñanza religiosa era un avance en la lucha contra el oscurantismo. Hoy deberíamos saber que esas dos visiones estaban fundadas en prejuicios y que ambas limitan indebidamente la libertad.

Tomado de "El País Digital"

No hay comentarios: