sábado, 29 de septiembre de 2007
jueves, 27 de septiembre de 2007
Uruguay literario: Juan José Morosoli, "La geografía"
La geografía
Yo conocí la geografía de mi terruño por aquel yuyero viejo.
En su canasta estaban todos los pagos, con su perfume agraz y dulce.
Con cada yuyo venía un pedazo de geografía viva. pues el yuyero al exaltar las virtudes de la planta evocaba el paisaje, los animales y los hombres...
Algunos yuyos desaparecían por algún tiempo como seres vivos.
Solamente las lluvias pertinaces, esas que levantaban de las cuevas los hongos dorados, conseguían que esta o aquella planta surgiera de la tierra. El yuyero las acechaba con la misma avidez que un pajarero acechaba a un pájaro raro.
Otras aparecían, tras un golpe de lluvia de gotas como copas de freno, en las sequías largas que calcinaban los pastos. Nacían y morían con el chaparrón.
La sierra venía con sus mil plantas llenas de espinas.
El valle dormía en la canasta con sus gramillas duras.
La cañada infantil, puro salto y espuma, con su menta espesa.
Los cerros grises y transparentes de mi pago estaban mostrando allí el cabello gris y azufrado de la marcela y la planta de la yerba blanca.
A mí me enseñó geografía el Negro Félix, el yuyero...
Juan José Morosoli
En su canasta estaban todos los pagos, con su perfume agraz y dulce.
Con cada yuyo venía un pedazo de geografía viva. pues el yuyero al exaltar las virtudes de la planta evocaba el paisaje, los animales y los hombres...
Algunos yuyos desaparecían por algún tiempo como seres vivos.
Solamente las lluvias pertinaces, esas que levantaban de las cuevas los hongos dorados, conseguían que esta o aquella planta surgiera de la tierra. El yuyero las acechaba con la misma avidez que un pajarero acechaba a un pájaro raro.
Otras aparecían, tras un golpe de lluvia de gotas como copas de freno, en las sequías largas que calcinaban los pastos. Nacían y morían con el chaparrón.
La sierra venía con sus mil plantas llenas de espinas.
El valle dormía en la canasta con sus gramillas duras.
La cañada infantil, puro salto y espuma, con su menta espesa.
Los cerros grises y transparentes de mi pago estaban mostrando allí el cabello gris y azufrado de la marcela y la planta de la yerba blanca.
A mí me enseñó geografía el Negro Félix, el yuyero...
Juan José Morosoli
miércoles, 26 de septiembre de 2007
Uruguay literario: Juan José Morosoli, "El viaje hacia el mar"
El viaje hacia el mar
El viaje hacia el mar
A pesar de que habían resuelto partir a las cuatro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.-Buen Día - dijo aquél al entrar.-Bueno -respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:-¿Madrugó, eh?-Sí -respondió Rataplán-, estamos de viaje a la playa.-¿A qué playa?-¿Hay más de una?-¡Uf!... Muchísimas. ¿No conoce el mapa?-No señor, no lo conozco...-Pues playas hay muchísimas...-Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron una caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se destornillaban de risa. Fue Rataplán el que tuvo que pedirle al fin:-No haga más, por favor... Guarde alguno para la playa..."Siete y tres diez" se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excusionistas.Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.Aquél -que era el dueño y el conductor del camión- descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:-Baje, tome una caña y nos vamos.-El día va a ser bárbaro e'calor -dijo "Leche con fideos".-Sí, nos a sacar lonjas -respondió Rodríguez.Con dificultad, pues estaban muy pesados de caña, los que aguardaban en el café subieron al camión. Después lo hicieron Rodríguez y Arriola y partieron.
El camión, un viejo Ford de bigotes, era uno de esos vehículos que al marchar dan la impresión de andar atravesados, con un juego de adentro hacia afuera en las cuatro ruedas que parecía comunicarse al motor por sus explosiones fuera de ritmo. O tal vez, el motor por algún milagro de la mecánica era el que imprimía a las ruedas aquel movimiento. A guisa de toldo tenía una malla de alambre tejido, pues Rodríguez lo destinaba al transporte de gallinas. Al lado de Rodríguez -piloto por supuesto- iba el Vasco.
Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo."Siete y tres diez" era un viejo vendedor de billetes de lotería. Toda su familia la constituía su foxterrier al que había bautizado con el nombre de Aquino -el último cuatrero- como homenaje a éste y, además, porque el perro no podía ver a la policía. Apenas veía un guardiacivil huía ladrando en señal de protesta. Esto agradaba a "Siete y tres diez". Comentándolo decía que Aquino "en eso salía a él"; además tenía la seguridad de que el can era un animal "fino, lo que se dice fino, pues tenía el paladar negro y era rabón de nacimiento" lo que indicaba una segura aristocracia perruna.Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de "Siete y tres diez" su perro hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su sostumbre de seguir al batallón en sus defiles por las calles del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del tambor.El Vasco Juan era un hombre callado. Cuando no había trabajo en el horno acompañaba a Rodríguez en sus viajes a las chacras. Cuando estaba borracho -cosa que no ocurría muy frecuentemente- se le veía blasfemar e insultar a un desconocido- No se sabía de dónde había venido cuando llegó al pueblo. Los del grupo suponían que estos insultos iban dirigidos a alguien a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un vasco. Y que sólo un vasco -a pesar del alcohol- es capaz de guardar un secreto y hacerse enterrar con él.
Tomaron el camino de la sierra, el que termina en Pan de Azúcar, con sol alto ya. Fue aquí que Rataplán recordó los viajes que hacían los estudiantes y propuso que se cantara algo. Ninguno sabía canción alguna, con excepción del desconocido que sabía muchas, pero todas incomprensibles para ellos. Al fin coincidieron en Mi Bandera. Rataplán, a pesar de su parcial sordera era el que llevaba el compás con la mano y el único que cantaba. Los otros tarareaban y el desconocido imitaba un trombón.Cuando hacía una variación macarrónica, los otros reían estrepitosamente interrumpiendo el canto.Cuando llegaron a un trozo de camino plano, Rodríguez detuvo el camión.-Parece una bolsa de gatos -dijo. Prendió un cigarro, dió dos o tres puntapiés a las gomas del automóbil y preguntó:-¿Y para qué cantan si no hay nadie?-Cantamos como los estudiantes cuando salen por ahí -respondió Rataplán.-Pero ellos cantan en la calle para que los oigan los otros -insistió Rodríguez.El desconocido dijo entonces:-Se canta para uno... Por cantar... a veces estoy solo y canto.Rodriguez se dió cuenta entonces que el hombre era medio raro y recién se le ocurrió pensar por qué estaba allí con ellos, camino a la playa.Al reiniciar la marcha se lo preguntó al Vasco.El Vasco señaló a los que iban en el camión y dijo:-Ellos... yo vine contigo.-¿Ellos? ¿Y el camión es de ellos? ¿No fui yo quien invité?-Ahí tenés.
El camión marchaba. EL sol estaba alto. Dentro sólo se oía al desconocido cantando una canción en idioma extraño, de ritmo lento y trista. Los otros, abrumados por el sol y la caña, cabeceaban somnolientos.El camión seguía jadeando, camino adelante. Reverberaba el sol. Algún pájaro carpintero dejaba oír su grito que rasgaba la soledad. Algunos ruidos metálicos de élitros le daban a esta una dureza febril y reseca. A veces pulsaba la ardiente distancia el canto de la cigarra. Algún árbol de "Sombra de toro" se achaparraba en los flancos del camino que descendían erizados de piedra y mora y tunas "cabeza de negro". Muy lejos, en el término del camino de descenso de la cuchilla, espejeaba algún pequeño cuenco azulado, presencia de una cañada que en seguida desaparecía corriendo bajo una red de berros y espadañas, dejando como señal de su camino un trozo verde oscuro, jugoso y sedante en la pastura reseca y azufrada del resto del campo. Llegaban ahora frente a un desuñidero de carretas. Una docena de árboles daba sombra a viejos fogones sembrados de huesos.Rodríguez detuvo el vehículo nuevamente. Por el tubo del radiador ascendía una nube de vapor.-Alcanzá la damajuana -ordenó Arriola. "Leche con fideos" la puso en manos del Vasco. Este la sacudió. El recipiente estaba casi vacío.-No tiene casi -comentó éste indignado-, ¿serán tan degenerados estos tipos?Descendió y se dirigió a los hombres:-¡Tendría que bajarlos a patadas por sinvergüenzas! - Calló un segundo y miró al desconocido:-¿Y a usted quién lo invitó?-Los señores -dijo, y continuó-: yo no tomé una gota, además...Rodríguez vació el resto de la damajuana en el radiador.-Dale manija -ordenó al Vasco.Este dió dos o tres vueltas a la manivela, pero el motor no despertó. Luego repitió la maniobra sin resultado.Rodríguez, fuera de sí, se encaró con el grupo:-Bájensen plastas -dijo.Uno tras otro recibía la manivela y ponía mano a la obra. Tras un esfuerzo que los dejaba congestionados iban subiendo nuevamente al camión.El Vasco volvió a recoger la herramienta. Fuera de sí, dio como veinte vueltas al hierro hasta que Rodríguez lo detuvo.-Pará. Pará. Sos capaz de desarmarlo.Después levantó el capot. EL Vasco, inocentemente y recordando alguna frase oída en circunstancia parecida, preguntó a Rodríguez:-¿No estará frío?Rodríguez se volvió "hecho una víbora":-¿Por qué no te vas a la grandísima perra?El pobre vasco se sentó humildemente en el suelo mientras Rodríguez levantaba la tapa que cubría el motor. Tocó aquí y allá. Destornilló tuercas, unió y desunió cables sin resultado. Entonces el desconocido se ofreció:-¿Quiere que pruebe yo?Tocó una pieza y se dirigió al Vasco.-¿Me hace el favor?El hombre dio un golpe de manija y el motor empezó a marchar.El rengo, "Leche con fideos" y Rataplán empezaron a aplaudir. El camión siguió huella adelante.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.-Tenemos que echarle agua -dijo-. No podemos seguir más.Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:-Ta feo para bajar y subir con agua...Rodríguez recordó lo de la damajuana.-Culpa de ustedes, degenerados... Bueno -terminó- vamos a seguir despacio.El sol ascendía implacablemente mientras la damajuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, jadeaba con agitación creciente.Rataplán lo observó y comentó:-¿No se pondrá a rabiar este infeliz?El desconocido lo miró y exclamó:-No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:-Buen día amigo - le dijo.El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Rodríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:-¿No hay agua por aquí?-Atrás - respondió el otro.Rodríguez dió un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:-No vi -dijo.El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pasos, se agachó evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido señaló:-¡Allí!Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roce y caía en una pequeña hoya colmada.Rodríguez, casi corriendo de alegría, se dirigió al grupo:-¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la damajuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que éste se enfrió completamente.-Bueno -habló Rodríguez- ¡a bordo otra vez!Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:-¿Usted no siente olor feo?-Siento. Hace mucho rato que siento.Intervino Rataplán:-Es la carne. Jiede que se las pela...Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:-¡Mire que la carne cuando jiede, jiede!
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.-¡Allá es" -Dijo Rodríguez.Los de adentro iniciaron entonces un nuevo coro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semiacostados en el piso. Solo el desconocido, tocando su trombón y haciendo sus variaciones llenas de gracia, se mantenía en pie.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.-Tenemos que echarle agua -dijo-. No podemos seguir más.Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:-Ta feo para bajar y subir con agua...Rodríguez recordó lo de la damajuana.-Culpa de ustedes, degenerados... Bueno -terminó- vamos a seguir despacio.El sol ascendía implacablemente mientras la damajuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, jadeaba con agitación creciente.Rataplán lo observó y comentó:-¿No se pondrá a rabiar este infeliz?El desconocido lo miró y exclamó:-No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:-Buen día amigo - le dijo.El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Rodríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:-¿No hay agua por aquí?-Atrás - respondió el otro.Rodríguez dió un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:-No vi -dijo.El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pasos, se agachó evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido señaló:-¡Allí!Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roce y caía en una pequeña hoya colmada.Rodríguez, casi corriendo de alegría, se dirigió al grupo:-¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la damajuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que éste se enfrió completamente.-Bueno -habló Rodríguez- ¡a bordo otra vez!Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:-¿Usted no siente olor feo?-Siento. Hace mucho rato que siento.Intervino Rataplán:-Es la carne. Jiede que se las pela...Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:-¡Mire que la carne cuando jiede, jiede!
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.-¡Allá es" -Dijo Rodríguez.Los de adentro iniciaron entonces un nuevo coro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semiacostados en el piso. Solo el desconocido, tocando su trombón y haciendo sus variaciones llenas de gracia, se mantenía en pie.
Ahora sí. Habían llegado. Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.-Hemos pasao de todo -comentó Rodríguez- ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:-¡Esto es vida!...Miró el mar amorosamente y exclamó:-¡Es loco que está lindo!...El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego comprendió la razón de la fuga y salió tras de él gritando a todo pulmón:-¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.Y se fue tras el perro. Entre revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmensidad, lloraba de risa.-¡Ay, mi Dios -decía- ésto es de más!... Es de más.Después fueron todos a la cachimba a refrescarse y traer agua.
Ahora sí. Habían llegado. Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.-Hemos pasao de todo -comentó Rodríguez- ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:-¡Esto es vida!...Miró el mar amorosamente y exclamó:-¡Es loco que está lindo!...El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego comprendió la razón de la fuga y salió tras de él gritando a todo pulmón:-¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.Y se fue tras el perro. Entre revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmensidad, lloraba de risa.-¡Ay, mi Dios -decía- ésto es de más!... Es de más.Después fueron todos a la cachimba a refrescarse y traer agua.
Ya ardía el fogón. EL Vasco lavaba por quinta vez la carne descompuesta. Vieron entonces llegar al rengo con el perro en brazos. El animal aparecía hinchado, con la barriga como un odre, a punto de reventar.-Parece un perro de goma -comentó el desconocido.-¿Lo trajiste para aprender a nadar? -preguntó Rodríguez.Y empezaron otra vez a reír a carcajadas mientras el rengo miraba cariñosamente al perro tendido en la gramilla.-No se asuste -consoló el desconocido a "Siete y tres diez" -el agua salada no mata... es un purgante.
Al rato llegó un hombre del lugar. Jinete en un caballo arenero de vasos como platos, venía a ofrecerse por si necesitaban alguna cosa.Lo mandaron al boliche por caña y vino. Todos se sentían felices. Estaban en paz. Gozaban de aquella brisa que luego del viaje accidentado y ardiente resultaba deliciosa.Con la excepción de una discusión entre "Siete y tres diez" y "Leche con fideos", que sostenía que la guerra de 1904 había empezado después que la de 1914, a la que puso fin Siete y tres diez" generosamente dándole la razón, todo marchó maravillosamente bien.
Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.-¿Qué estará haciendo? -Preguntó "Siete y tres diez".-Mirando el mar y nada más -dijo el desconocido.-Sí. Pero con verlo una vez alcanza -terminó Rataplán.
Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.-¿Qué estará haciendo? -Preguntó "Siete y tres diez".-Mirando el mar y nada más -dijo el desconocido.-Sí. Pero con verlo una vez alcanza -terminó Rataplán.
Como sus amigos -los invitados para ver el mar- no venían, Rodríguez fue al fogón a buscarlos.-Vamos... -dijo-. Los traje a ver el mar y ustedes están aquí, bajo los árboles... Árboles hay en todos lados.Los otros no dijeron nada. Lo siguieron callados y pacientes.-El mar -decía Rodríguez- es una cosa muy soberbia y bárbara... Para mí es un misterio que no me puedo explicar...Los otros seguían callados tratando de saber a que conclusiones quería llegar Rodríguez. Y tratando además de explicarse por qué éste les había hecho hacer aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo habían visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
Ya estaban frente a aquella cosa soberbia, bárbara y misteriosa -según Rodríguez-, callados, esperando cada uno la voz del otro. Caía el sol.-¿Qué te parece? -preguntó Rodríguez a "Siete y tres diez", señalando con el brazo extendido hacia el poniente.-Y...-respondió aquél- es pura agua... Más o menos como la tierra que es tierra... nada más que es agua...Rodríguez sintió rabia y desilusión. ¿Aquélla era una contestación? ¿El y el mar merecían esta afrentosa respuesta?...-¿Y si es agua qué te voy a decir? ¿Qué es tierra? -terminó "Siete y tres diez".El Vasco se había agachado. Apretaba y soltaba el puño levantando y dejando caer puñados de arena.Rodríguez se dirigió a él:-¿Y a vos qué te parece?El Vasco lo miró como si hablara en inglés.-¿El qué? -preguntó.-¿El qué? ¿Qué va a ser? ¡El mar!El Vasco lentamente dijo lo siguiente:-¿El mar?... Lo más lindo que tiene es la arena... ¡No parece arena y es arena!"Leche con fideos" estaba por allí. Rodríguez meneó la cabeza desilusionado. Con la vista lo interrogó:-¡Qué cantidad de agua! -dijo "Leche con fideos"-.De lo que no me doy cuenta es para dónde corre...Se acercó a Rataplán.-¿Qué decís, Rataplán -preguntó Rodríguez-, es grande o no es grande esto?-Es -respondió y volvió a repetir- es. Pero no tiene barcos... Y para mí un mar sin barcos es como un campo sin árboles... ¿Entendés lo que te quiero decir?... Pintás un campo y si no le ponés un rancho o un árbol no te representa nada...Eso ya era algo. Rodríguez se consideró obligado a explicarle a aquel infeliz que no sabía nada del mar, algunas cosas del mar:-Mirá: los barcos pasar por el canal. Como a dos leguas de aquí... Ahora mismo estará pasando alguno.Rataplán trato de pararse en puntas de pie y miró en la dirección que señalaba Rodríguez.-Yo no veo nada, dijo.-No los ves porque la tierra es redonda...Se disponía a seguir cuando Rataplán, con sorna, preguntó nuevamente:-¿Y el agua es redonda también?Rodríguez no pudo más. Se dió vuelta e inició el camino de regreso hacia el campamento.-¡Que Dios me castigue -pensaba- si alguna vez traigo más animales de estos a ver el mar!
A pesar de que habían resuelto partir a las cuatro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.-Buen Día - dijo aquél al entrar.-Bueno -respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:-¿Madrugó, eh?-Sí -respondió Rataplán-, estamos de viaje a la playa.-¿A qué playa?-¿Hay más de una?-¡Uf!... Muchísimas. ¿No conoce el mapa?-No señor, no lo conozco...-Pues playas hay muchísimas...-Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron una caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se destornillaban de risa. Fue Rataplán el que tuvo que pedirle al fin:-No haga más, por favor... Guarde alguno para la playa..."Siete y tres diez" se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excusionistas.Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.Aquél -que era el dueño y el conductor del camión- descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:-Baje, tome una caña y nos vamos.-El día va a ser bárbaro e'calor -dijo "Leche con fideos".-Sí, nos a sacar lonjas -respondió Rodríguez.Con dificultad, pues estaban muy pesados de caña, los que aguardaban en el café subieron al camión. Después lo hicieron Rodríguez y Arriola y partieron.
El camión, un viejo Ford de bigotes, era uno de esos vehículos que al marchar dan la impresión de andar atravesados, con un juego de adentro hacia afuera en las cuatro ruedas que parecía comunicarse al motor por sus explosiones fuera de ritmo. O tal vez, el motor por algún milagro de la mecánica era el que imprimía a las ruedas aquel movimiento. A guisa de toldo tenía una malla de alambre tejido, pues Rodríguez lo destinaba al transporte de gallinas. Al lado de Rodríguez -piloto por supuesto- iba el Vasco.
Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador, ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas, fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo."Siete y tres diez" era un viejo vendedor de billetes de lotería. Toda su familia la constituía su foxterrier al que había bautizado con el nombre de Aquino -el último cuatrero- como homenaje a éste y, además, porque el perro no podía ver a la policía. Apenas veía un guardiacivil huía ladrando en señal de protesta. Esto agradaba a "Siete y tres diez". Comentándolo decía que Aquino "en eso salía a él"; además tenía la seguridad de que el can era un animal "fino, lo que se dice fino, pues tenía el paladar negro y era rabón de nacimiento" lo que indicaba una segura aristocracia perruna.Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de "Siete y tres diez" su perro hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su sostumbre de seguir al batallón en sus defiles por las calles del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del tambor.El Vasco Juan era un hombre callado. Cuando no había trabajo en el horno acompañaba a Rodríguez en sus viajes a las chacras. Cuando estaba borracho -cosa que no ocurría muy frecuentemente- se le veía blasfemar e insultar a un desconocido- No se sabía de dónde había venido cuando llegó al pueblo. Los del grupo suponían que estos insultos iban dirigidos a alguien a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un vasco. Y que sólo un vasco -a pesar del alcohol- es capaz de guardar un secreto y hacerse enterrar con él.
Tomaron el camino de la sierra, el que termina en Pan de Azúcar, con sol alto ya. Fue aquí que Rataplán recordó los viajes que hacían los estudiantes y propuso que se cantara algo. Ninguno sabía canción alguna, con excepción del desconocido que sabía muchas, pero todas incomprensibles para ellos. Al fin coincidieron en Mi Bandera. Rataplán, a pesar de su parcial sordera era el que llevaba el compás con la mano y el único que cantaba. Los otros tarareaban y el desconocido imitaba un trombón.Cuando hacía una variación macarrónica, los otros reían estrepitosamente interrumpiendo el canto.Cuando llegaron a un trozo de camino plano, Rodríguez detuvo el camión.-Parece una bolsa de gatos -dijo. Prendió un cigarro, dió dos o tres puntapiés a las gomas del automóbil y preguntó:-¿Y para qué cantan si no hay nadie?-Cantamos como los estudiantes cuando salen por ahí -respondió Rataplán.-Pero ellos cantan en la calle para que los oigan los otros -insistió Rodríguez.El desconocido dijo entonces:-Se canta para uno... Por cantar... a veces estoy solo y canto.Rodriguez se dió cuenta entonces que el hombre era medio raro y recién se le ocurrió pensar por qué estaba allí con ellos, camino a la playa.Al reiniciar la marcha se lo preguntó al Vasco.El Vasco señaló a los que iban en el camión y dijo:-Ellos... yo vine contigo.-¿Ellos? ¿Y el camión es de ellos? ¿No fui yo quien invité?-Ahí tenés.
El camión marchaba. EL sol estaba alto. Dentro sólo se oía al desconocido cantando una canción en idioma extraño, de ritmo lento y trista. Los otros, abrumados por el sol y la caña, cabeceaban somnolientos.El camión seguía jadeando, camino adelante. Reverberaba el sol. Algún pájaro carpintero dejaba oír su grito que rasgaba la soledad. Algunos ruidos metálicos de élitros le daban a esta una dureza febril y reseca. A veces pulsaba la ardiente distancia el canto de la cigarra. Algún árbol de "Sombra de toro" se achaparraba en los flancos del camino que descendían erizados de piedra y mora y tunas "cabeza de negro". Muy lejos, en el término del camino de descenso de la cuchilla, espejeaba algún pequeño cuenco azulado, presencia de una cañada que en seguida desaparecía corriendo bajo una red de berros y espadañas, dejando como señal de su camino un trozo verde oscuro, jugoso y sedante en la pastura reseca y azufrada del resto del campo. Llegaban ahora frente a un desuñidero de carretas. Una docena de árboles daba sombra a viejos fogones sembrados de huesos.Rodríguez detuvo el vehículo nuevamente. Por el tubo del radiador ascendía una nube de vapor.-Alcanzá la damajuana -ordenó Arriola. "Leche con fideos" la puso en manos del Vasco. Este la sacudió. El recipiente estaba casi vacío.-No tiene casi -comentó éste indignado-, ¿serán tan degenerados estos tipos?Descendió y se dirigió a los hombres:-¡Tendría que bajarlos a patadas por sinvergüenzas! - Calló un segundo y miró al desconocido:-¿Y a usted quién lo invitó?-Los señores -dijo, y continuó-: yo no tomé una gota, además...Rodríguez vació el resto de la damajuana en el radiador.-Dale manija -ordenó al Vasco.Este dió dos o tres vueltas a la manivela, pero el motor no despertó. Luego repitió la maniobra sin resultado.Rodríguez, fuera de sí, se encaró con el grupo:-Bájensen plastas -dijo.Uno tras otro recibía la manivela y ponía mano a la obra. Tras un esfuerzo que los dejaba congestionados iban subiendo nuevamente al camión.El Vasco volvió a recoger la herramienta. Fuera de sí, dio como veinte vueltas al hierro hasta que Rodríguez lo detuvo.-Pará. Pará. Sos capaz de desarmarlo.Después levantó el capot. EL Vasco, inocentemente y recordando alguna frase oída en circunstancia parecida, preguntó a Rodríguez:-¿No estará frío?Rodríguez se volvió "hecho una víbora":-¿Por qué no te vas a la grandísima perra?El pobre vasco se sentó humildemente en el suelo mientras Rodríguez levantaba la tapa que cubría el motor. Tocó aquí y allá. Destornilló tuercas, unió y desunió cables sin resultado. Entonces el desconocido se ofreció:-¿Quiere que pruebe yo?Tocó una pieza y se dirigió al Vasco.-¿Me hace el favor?El hombre dio un golpe de manija y el motor empezó a marchar.El rengo, "Leche con fideos" y Rataplán empezaron a aplaudir. El camión siguió huella adelante.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.-Tenemos que echarle agua -dijo-. No podemos seguir más.Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:-Ta feo para bajar y subir con agua...Rodríguez recordó lo de la damajuana.-Culpa de ustedes, degenerados... Bueno -terminó- vamos a seguir despacio.El sol ascendía implacablemente mientras la damajuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, jadeaba con agitación creciente.Rataplán lo observó y comentó:-¿No se pondrá a rabiar este infeliz?El desconocido lo miró y exclamó:-No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:-Buen día amigo - le dijo.El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Rodríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:-¿No hay agua por aquí?-Atrás - respondió el otro.Rodríguez dió un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:-No vi -dijo.El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pasos, se agachó evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido señaló:-¡Allí!Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roce y caía en una pequeña hoya colmada.Rodríguez, casi corriendo de alegría, se dirigió al grupo:-¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la damajuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que éste se enfrió completamente.-Bueno -habló Rodríguez- ¡a bordo otra vez!Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:-¿Usted no siente olor feo?-Siento. Hace mucho rato que siento.Intervino Rataplán:-Es la carne. Jiede que se las pela...Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:-¡Mire que la carne cuando jiede, jiede!
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.-¡Allá es" -Dijo Rodríguez.Los de adentro iniciaron entonces un nuevo coro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semiacostados en el piso. Solo el desconocido, tocando su trombón y haciendo sus variaciones llenas de gracia, se mantenía en pie.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodríguez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No podía soportarlo en los pies.-Tenemos que echarle agua -dijo-. No podemos seguir más.Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía esta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:-Ta feo para bajar y subir con agua...Rodríguez recordó lo de la damajuana.-Culpa de ustedes, degenerados... Bueno -terminó- vamos a seguir despacio.El sol ascendía implacablemente mientras la damajuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, jadeaba con agitación creciente.Rataplán lo observó y comentó:-¿No se pondrá a rabiar este infeliz?El desconocido lo miró y exclamó:-No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero había hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:-Buen día amigo - le dijo.El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Rodríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:-¿No hay agua por aquí?-Atrás - respondió el otro.Rodríguez dió un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:-No vi -dijo.El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pasos, se agachó evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido señaló:-¡Allí!Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roce y caía en una pequeña hoya colmada.Rodríguez, casi corriendo de alegría, se dirigió al grupo:-¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la damajuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que éste se enfrió completamente.-Bueno -habló Rodríguez- ¡a bordo otra vez!Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:-¿Usted no siente olor feo?-Siento. Hace mucho rato que siento.Intervino Rataplán:-Es la carne. Jiede que se las pela...Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:-¡Mire que la carne cuando jiede, jiede!
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un remiendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.-¡Allá es" -Dijo Rodríguez.Los de adentro iniciaron entonces un nuevo coro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semiacostados en el piso. Solo el desconocido, tocando su trombón y haciendo sus variaciones llenas de gracia, se mantenía en pie.
Ahora sí. Habían llegado. Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.-Hemos pasao de todo -comentó Rodríguez- ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:-¡Esto es vida!...Miró el mar amorosamente y exclamó:-¡Es loco que está lindo!...El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego comprendió la razón de la fuga y salió tras de él gritando a todo pulmón:-¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.Y se fue tras el perro. Entre revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmensidad, lloraba de risa.-¡Ay, mi Dios -decía- ésto es de más!... Es de más.Después fueron todos a la cachimba a refrescarse y traer agua.
Ahora sí. Habían llegado. Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.-Hemos pasao de todo -comentó Rodríguez- ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:-¡Esto es vida!...Miró el mar amorosamente y exclamó:-¡Es loco que está lindo!...El último en bajar fue "Siete y tres diez". Apenas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este, apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego comprendió la razón de la fuga y salió tras de él gritando a todo pulmón:-¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada!... -repetía.Y se fue tras el perro. Entre revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmensidad, lloraba de risa.-¡Ay, mi Dios -decía- ésto es de más!... Es de más.Después fueron todos a la cachimba a refrescarse y traer agua.
Ya ardía el fogón. EL Vasco lavaba por quinta vez la carne descompuesta. Vieron entonces llegar al rengo con el perro en brazos. El animal aparecía hinchado, con la barriga como un odre, a punto de reventar.-Parece un perro de goma -comentó el desconocido.-¿Lo trajiste para aprender a nadar? -preguntó Rodríguez.Y empezaron otra vez a reír a carcajadas mientras el rengo miraba cariñosamente al perro tendido en la gramilla.-No se asuste -consoló el desconocido a "Siete y tres diez" -el agua salada no mata... es un purgante.
Al rato llegó un hombre del lugar. Jinete en un caballo arenero de vasos como platos, venía a ofrecerse por si necesitaban alguna cosa.Lo mandaron al boliche por caña y vino. Todos se sentían felices. Estaban en paz. Gozaban de aquella brisa que luego del viaje accidentado y ardiente resultaba deliciosa.Con la excepción de una discusión entre "Siete y tres diez" y "Leche con fideos", que sostenía que la guerra de 1904 había empezado después que la de 1914, a la que puso fin Siete y tres diez" generosamente dándole la razón, todo marchó maravillosamente bien.
Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.-¿Qué estará haciendo? -Preguntó "Siete y tres diez".-Mirando el mar y nada más -dijo el desconocido.-Sí. Pero con verlo una vez alcanza -terminó Rataplán.
Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.-¿Qué estará haciendo? -Preguntó "Siete y tres diez".-Mirando el mar y nada más -dijo el desconocido.-Sí. Pero con verlo una vez alcanza -terminó Rataplán.
Como sus amigos -los invitados para ver el mar- no venían, Rodríguez fue al fogón a buscarlos.-Vamos... -dijo-. Los traje a ver el mar y ustedes están aquí, bajo los árboles... Árboles hay en todos lados.Los otros no dijeron nada. Lo siguieron callados y pacientes.-El mar -decía Rodríguez- es una cosa muy soberbia y bárbara... Para mí es un misterio que no me puedo explicar...Los otros seguían callados tratando de saber a que conclusiones quería llegar Rodríguez. Y tratando además de explicarse por qué éste les había hecho hacer aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo habían visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
Ya estaban frente a aquella cosa soberbia, bárbara y misteriosa -según Rodríguez-, callados, esperando cada uno la voz del otro. Caía el sol.-¿Qué te parece? -preguntó Rodríguez a "Siete y tres diez", señalando con el brazo extendido hacia el poniente.-Y...-respondió aquél- es pura agua... Más o menos como la tierra que es tierra... nada más que es agua...Rodríguez sintió rabia y desilusión. ¿Aquélla era una contestación? ¿El y el mar merecían esta afrentosa respuesta?...-¿Y si es agua qué te voy a decir? ¿Qué es tierra? -terminó "Siete y tres diez".El Vasco se había agachado. Apretaba y soltaba el puño levantando y dejando caer puñados de arena.Rodríguez se dirigió a él:-¿Y a vos qué te parece?El Vasco lo miró como si hablara en inglés.-¿El qué? -preguntó.-¿El qué? ¿Qué va a ser? ¡El mar!El Vasco lentamente dijo lo siguiente:-¿El mar?... Lo más lindo que tiene es la arena... ¡No parece arena y es arena!"Leche con fideos" estaba por allí. Rodríguez meneó la cabeza desilusionado. Con la vista lo interrogó:-¡Qué cantidad de agua! -dijo "Leche con fideos"-.De lo que no me doy cuenta es para dónde corre...Se acercó a Rataplán.-¿Qué decís, Rataplán -preguntó Rodríguez-, es grande o no es grande esto?-Es -respondió y volvió a repetir- es. Pero no tiene barcos... Y para mí un mar sin barcos es como un campo sin árboles... ¿Entendés lo que te quiero decir?... Pintás un campo y si no le ponés un rancho o un árbol no te representa nada...Eso ya era algo. Rodríguez se consideró obligado a explicarle a aquel infeliz que no sabía nada del mar, algunas cosas del mar:-Mirá: los barcos pasar por el canal. Como a dos leguas de aquí... Ahora mismo estará pasando alguno.Rataplán trato de pararse en puntas de pie y miró en la dirección que señalaba Rodríguez.-Yo no veo nada, dijo.-No los ves porque la tierra es redonda...Se disponía a seguir cuando Rataplán, con sorna, preguntó nuevamente:-¿Y el agua es redonda también?Rodríguez no pudo más. Se dió vuelta e inició el camino de regreso hacia el campamento.-¡Que Dios me castigue -pensaba- si alguna vez traigo más animales de estos a ver el mar!
Uruguay literario:Juan José Morosoli y sus cuentos
Novelista y ensayista uruguayo nacido en Minas. En los años veinte fue propietario de un café donde se reunían intelectuales y a partir de 1925 inició su carrera literaria. Escribió en los diarios El Día, Mundo Uruguayo y Marcha, aunque su reconocimiento llegó en 1936 cuando aparece su obra Los Albañiles de los Tapes. Anteriormente había escrito Hombres (1932) y posteriormente Hombres y mujeres (1944), Perico (1945), Muchachos (1950) y Vivientes (1955). Tierra y tiempo (1959), El viaje hacia el mar (1962) y La soledad y la creación literaria (1971) fueron libros póstumos. Juan José Morosoli con el poder de su imaginación creadora, hizo sentir en sus obras el dulcísimo sabor de las horas ligeras en que la vida es un juego; cuando la subjetividad plasma con mitológica gracia todas las cosas del mundo. Arboles, animales, estrellas, en esa libertad animadora tan parecida al arte, cuando todo puede ser. Murió el 29 de diciembre de 1957.
La opinión de Morosoli sobre la narrativa y su concepción del escritor
¿Cómo escribo mis cuentos?
".... Digo ahora que al proponerme el trabajo de escribir cuentos pensé en la forma de hacerlo. Leí a los buenos autores del género y me convencí de la enormidad de mi ambición pero un día escuchando a un hombre del campo que ignoraba todo lo que se puede ignorar y que sin embargo asombraba a los que oíamos con la fuerza de sus relatos y narraciones comprendí que la forma ideal de relatar, contar o narrar estaba en aprovechar aquello que era verdad y que bastaba con no olvidar aquello que se ceñía al asunto como la carne al hueso para ser justamente objetivo. Como aquel hombre al referir el hecho nos situaba el sujeto-tema en el lugar donde el hecho acontecía y nos lo proyectaba desde su interior de manera elemental, y lo hacía bien, comprendí que si lograba realizar esto como él lo hacía ya estaría yo en situación de lograr el interés de los demás como él lo lograba. Era pues necesario contar un hecho cierto, evocar un hombre que se conoció, mirar hondamente la realidad circundante, no entretenerse en lo pequeño accesorio – tal como mira el ojo sensible de la placa el paisaje sin embargo lo hace eterno. Grabando sólo lo fundamental. Así escribí. No trabajo sobre la página. Cuando mi sensibilidad es herida por el hecho o el hombre, fijo enseguida el suceso y ya está logrado mi fin. Eso se logra fácilmente: basta pensar que en el hombre más humilde, del más humilde rincón poblano, puede estar otra vez el narrador elemental que nos dé el material para revelar, y adviertan que aquel que vive allí suele tener más individualidad que el hombre letrado a quien esto que llamamos vida de relación o vida social pone siempre un temor de sinceridad o nivela de una manera que hace que su personalidad se diluya en la personalidad de los otros, quitándole el relieve personal que es la harina y la levadura del escritor."
Un cuento de Morosoli:
"Canario Viejo"
Cuando Toledo embarcó en "Las Palmas" traía "lo puesto".-Llevás poco, le dijo el padre.Y él contestó:-Con menos me van a enterrar.Lo puesto y en el bolsillo del saco unas pesetas y un trozo de lino "sin pecar' que guardaba un poco de levadura.-De esta levadura han comido todos los Toledos, le dijo la madre.-Sí, dijo el padre, llevás con ella tierra y sudor del primer Toledo.Bien sabía él esto. Cuando un hijo se casaba los padres le entregaban un poco de aquella masa. La novia traía luego una porción igual. El más viejo de la familia las unía juntando así la sangre y el sudor y la tierra de dos estirpes.
Aquí formó chacra, se casó, crió hijos y le nacieron nietos. La chacra fue punteándose dc ranchos. Se agrandaban rastrojos, caminaban los arados mordiendo estancias. Los Toledos desbordaban los viejos límites paternos, invadiendo lentamente los campos vírgenes.De la vieja levadura que cruzó el mar se desprendían trozos bautizando ranchos nuevos. Antes que las novias llegaban aquellos trozos. Luego venían ellas con el suyo para que Toledo viejo juntara los pedazos.Era un casamiento que ejecutaba Toledo antes que el cura y el juez realizaran la ceremonia nupcial.Toledo sentenciaba dirigiéndose al hijo o al nieto en trance de formar familia:-Ahora ya tenés todo: novia, rancho y semilla de pan...
No trabajaba casi, ahora. Pero los ritos agrados los realizaba él. La primera arada, a veces unos pocos metros -"la cabeza de la Melga"- la abría él. Siempre el día que moría Dios. Luego tiraba unas semillas el día de la resurrección, a las diez de la mañana, encomendando ¡a siembra al resucitado.Cuando él vuelva a la tierra ya se encuentra con ellas, decía...Después se iban al rancho viejo -el primero que se levantó en el campo- y daban cuenta de lechones, patos y tortas "rellenas de cuanta cosa hay".Las familias iban agrandando aquella chacra enorme. El solía subir por las escaleras rústicas de varejones tortuosos acostadas en los pajeros, a mirar los ranchos distantes que antes que la tierra empezaban a levantar humo en los amaneceres de otoño.Tenía la cabeza blanca. Los mechones de cabello medio amarillos del humazo desbordaban la vincha de cinco dedos de ancho, derramándose hasta tocar los hombros.-Parece mentira!- pensaba...- ¡Lo que sale de un solo hombre!...
Una mañana aparecieron el Juez de Paz y el Comisario. Toledo se asombró. Nunca habían llegado allí "las autoridades". En sus ranchos nunca hubo muertes por desangre.Saludaron los hombres.Toledo estaba ceñudo, convencido que estaba asistiendo a un hecho capaz de cambiar vidas y destinos.-No les mando dentrar -dijo- porque adentro está la familia...Esperaba una revelación terrible como un rayo. Que le tocara a él nomás entonces.-Queremos hablar con don Juan Pedro, dijo el Juez.-Yo soy el padre, respondió Toledo.-Sí... Sí. Pero Juan Pedro tiene cincuenta años, sonrió el Juez...-Pero yo tengo más...
Cuando vino Juan Pedro le dieron la noticia terrible:-Tiene que mandar los hijos a la escuela... Es una ley...-Nosotros, dijo Toledo viejo, no queremos saber escribir...-Es una ley...Si no iban los irían a buscar con la policía. Todos los niños tenían que ir a la escuela.Toledo viejo, abrumado por aquella orden, entró a los ranchos.
Ahora ya no gozaba de aquellos amaneceres con voces y silbidos de los nietos.Sólo tenían presencia en el campo despierto, los pájaros y las nieblas que se elevaban luego de los rocíos, como nubes muertas sobre la tierra caliente, llamadas por el sol, y los bueyes que iban saliendo de los pajeros tibios levantando ellos también vahos azules por los hocicos calientes.Empezaban a salir de los ranchos los nietos con sus guardapolvos blancos y se llevaban la mañana con ellos.Toledo no podía ver este éxodo de los niños y se arrimaba a ''las casas".
Todos los días compraban rollos de alambre de púa para atajar las boyadas ociosas. Antes las pastoreaban los niños en el borde mismo de los bancales de trigo.Toledo sentado frente a los tartagales viajaba por la historia de todas las familias vecinas.Todas sin excepción habían mandado sus hijos a la escuela. Todos habían visto deshacerse hábitos, costumbres.A algunas se les iban los hijos al pueblo cansados de ser chacareros. Las muchachas se casaban con los mercachifles o los peluqueros de los almacenes.-Chacra donde entra la escuela se la lleva el diablo, sentenciaba.Ni siquiera podía desahogarse con los hijos.-Pero tata, decía Juan Pedro, dir a la escuela no es morirse...El viejo salía otra vez. Caminaba. Ya no tenía el pierde-tiempo feliz del nieterío...
Aquella mañana vio una cosa que le asombró.Por el trillo se acercaba la jardinera del panadero. Los caballos con arreos punteados de bronce reluciente, los cascabeles de los collares reventando flores de luz con el sol de la mañana, se acercaba despertando la chacra en silencio tras la partida de los niños.-¿Y esto?, preguntó a Juan Pedro.-Semos menos a trabajar... La mujer está cansada de amasar.. -Pero, dijo Toledo, ¿vas a dejar morir la levadura? Juan Pedro no pareció entender.-Y... respondió, cuando queremos amasar se la compramos al hombre...A los pocos días deshicieron el horno.
Toledo empezó a andar como perdido. A veces llegaba a almorzar cuando los otros terminaban. No conversaba casi. Fumaba y fumaba alejado de las casas, recostado a los pajeros distantes.-Se nos va a morir de cismar, dijo Juan Pedro.
Y de cismar se murió.
La opinión de Morosoli sobre la narrativa y su concepción del escritor
¿Cómo escribo mis cuentos?
".... Digo ahora que al proponerme el trabajo de escribir cuentos pensé en la forma de hacerlo. Leí a los buenos autores del género y me convencí de la enormidad de mi ambición pero un día escuchando a un hombre del campo que ignoraba todo lo que se puede ignorar y que sin embargo asombraba a los que oíamos con la fuerza de sus relatos y narraciones comprendí que la forma ideal de relatar, contar o narrar estaba en aprovechar aquello que era verdad y que bastaba con no olvidar aquello que se ceñía al asunto como la carne al hueso para ser justamente objetivo. Como aquel hombre al referir el hecho nos situaba el sujeto-tema en el lugar donde el hecho acontecía y nos lo proyectaba desde su interior de manera elemental, y lo hacía bien, comprendí que si lograba realizar esto como él lo hacía ya estaría yo en situación de lograr el interés de los demás como él lo lograba. Era pues necesario contar un hecho cierto, evocar un hombre que se conoció, mirar hondamente la realidad circundante, no entretenerse en lo pequeño accesorio – tal como mira el ojo sensible de la placa el paisaje sin embargo lo hace eterno. Grabando sólo lo fundamental. Así escribí. No trabajo sobre la página. Cuando mi sensibilidad es herida por el hecho o el hombre, fijo enseguida el suceso y ya está logrado mi fin. Eso se logra fácilmente: basta pensar que en el hombre más humilde, del más humilde rincón poblano, puede estar otra vez el narrador elemental que nos dé el material para revelar, y adviertan que aquel que vive allí suele tener más individualidad que el hombre letrado a quien esto que llamamos vida de relación o vida social pone siempre un temor de sinceridad o nivela de una manera que hace que su personalidad se diluya en la personalidad de los otros, quitándole el relieve personal que es la harina y la levadura del escritor."
Un cuento de Morosoli:
"Canario Viejo"
Cuando Toledo embarcó en "Las Palmas" traía "lo puesto".-Llevás poco, le dijo el padre.Y él contestó:-Con menos me van a enterrar.Lo puesto y en el bolsillo del saco unas pesetas y un trozo de lino "sin pecar' que guardaba un poco de levadura.-De esta levadura han comido todos los Toledos, le dijo la madre.-Sí, dijo el padre, llevás con ella tierra y sudor del primer Toledo.Bien sabía él esto. Cuando un hijo se casaba los padres le entregaban un poco de aquella masa. La novia traía luego una porción igual. El más viejo de la familia las unía juntando así la sangre y el sudor y la tierra de dos estirpes.
Aquí formó chacra, se casó, crió hijos y le nacieron nietos. La chacra fue punteándose dc ranchos. Se agrandaban rastrojos, caminaban los arados mordiendo estancias. Los Toledos desbordaban los viejos límites paternos, invadiendo lentamente los campos vírgenes.De la vieja levadura que cruzó el mar se desprendían trozos bautizando ranchos nuevos. Antes que las novias llegaban aquellos trozos. Luego venían ellas con el suyo para que Toledo viejo juntara los pedazos.Era un casamiento que ejecutaba Toledo antes que el cura y el juez realizaran la ceremonia nupcial.Toledo sentenciaba dirigiéndose al hijo o al nieto en trance de formar familia:-Ahora ya tenés todo: novia, rancho y semilla de pan...
No trabajaba casi, ahora. Pero los ritos agrados los realizaba él. La primera arada, a veces unos pocos metros -"la cabeza de la Melga"- la abría él. Siempre el día que moría Dios. Luego tiraba unas semillas el día de la resurrección, a las diez de la mañana, encomendando ¡a siembra al resucitado.Cuando él vuelva a la tierra ya se encuentra con ellas, decía...Después se iban al rancho viejo -el primero que se levantó en el campo- y daban cuenta de lechones, patos y tortas "rellenas de cuanta cosa hay".Las familias iban agrandando aquella chacra enorme. El solía subir por las escaleras rústicas de varejones tortuosos acostadas en los pajeros, a mirar los ranchos distantes que antes que la tierra empezaban a levantar humo en los amaneceres de otoño.Tenía la cabeza blanca. Los mechones de cabello medio amarillos del humazo desbordaban la vincha de cinco dedos de ancho, derramándose hasta tocar los hombros.-Parece mentira!- pensaba...- ¡Lo que sale de un solo hombre!...
Una mañana aparecieron el Juez de Paz y el Comisario. Toledo se asombró. Nunca habían llegado allí "las autoridades". En sus ranchos nunca hubo muertes por desangre.Saludaron los hombres.Toledo estaba ceñudo, convencido que estaba asistiendo a un hecho capaz de cambiar vidas y destinos.-No les mando dentrar -dijo- porque adentro está la familia...Esperaba una revelación terrible como un rayo. Que le tocara a él nomás entonces.-Queremos hablar con don Juan Pedro, dijo el Juez.-Yo soy el padre, respondió Toledo.-Sí... Sí. Pero Juan Pedro tiene cincuenta años, sonrió el Juez...-Pero yo tengo más...
Cuando vino Juan Pedro le dieron la noticia terrible:-Tiene que mandar los hijos a la escuela... Es una ley...-Nosotros, dijo Toledo viejo, no queremos saber escribir...-Es una ley...Si no iban los irían a buscar con la policía. Todos los niños tenían que ir a la escuela.Toledo viejo, abrumado por aquella orden, entró a los ranchos.
Ahora ya no gozaba de aquellos amaneceres con voces y silbidos de los nietos.Sólo tenían presencia en el campo despierto, los pájaros y las nieblas que se elevaban luego de los rocíos, como nubes muertas sobre la tierra caliente, llamadas por el sol, y los bueyes que iban saliendo de los pajeros tibios levantando ellos también vahos azules por los hocicos calientes.Empezaban a salir de los ranchos los nietos con sus guardapolvos blancos y se llevaban la mañana con ellos.Toledo no podía ver este éxodo de los niños y se arrimaba a ''las casas".
Todos los días compraban rollos de alambre de púa para atajar las boyadas ociosas. Antes las pastoreaban los niños en el borde mismo de los bancales de trigo.Toledo sentado frente a los tartagales viajaba por la historia de todas las familias vecinas.Todas sin excepción habían mandado sus hijos a la escuela. Todos habían visto deshacerse hábitos, costumbres.A algunas se les iban los hijos al pueblo cansados de ser chacareros. Las muchachas se casaban con los mercachifles o los peluqueros de los almacenes.-Chacra donde entra la escuela se la lleva el diablo, sentenciaba.Ni siquiera podía desahogarse con los hijos.-Pero tata, decía Juan Pedro, dir a la escuela no es morirse...El viejo salía otra vez. Caminaba. Ya no tenía el pierde-tiempo feliz del nieterío...
Aquella mañana vio una cosa que le asombró.Por el trillo se acercaba la jardinera del panadero. Los caballos con arreos punteados de bronce reluciente, los cascabeles de los collares reventando flores de luz con el sol de la mañana, se acercaba despertando la chacra en silencio tras la partida de los niños.-¿Y esto?, preguntó a Juan Pedro.-Semos menos a trabajar... La mujer está cansada de amasar.. -Pero, dijo Toledo, ¿vas a dejar morir la levadura? Juan Pedro no pareció entender.-Y... respondió, cuando queremos amasar se la compramos al hombre...A los pocos días deshicieron el horno.
Toledo empezó a andar como perdido. A veces llegaba a almorzar cuando los otros terminaban. No conversaba casi. Fumaba y fumaba alejado de las casas, recostado a los pajeros distantes.-Se nos va a morir de cismar, dijo Juan Pedro.
Y de cismar se murió.
jueves, 20 de septiembre de 2007
miércoles, 19 de septiembre de 2007
Uruguayos por el mundo:el Ing.Manuel Cicarello en España
Calle en la noche
Paisaje ciudadano
Paisaje en Barcelona
Paisaje ciudadano
Paisaje en Barcelona
Madrid con el
escritor J. Marzo
escritor J. Marzo
El Ing. Manuel Cicarello visitó España como becario y por viajes de negocios.
Como becario, trabajó en una investigación sobre computación cuántica. Los científicos trabajan en este tema que sería un grna progreso para la computación y la informática, si lo logran, los resultados serían increíbles. Se adquiriría más velocidad. Las comunicaciones se verían revolucionadas por la velocidad y la instantaneidad en que se movería la información planetaria. Muchos científicos del mundo trabajan para obtener un "soporte" de transmisión de nuevas energías. Se destacan los japoneses. Pero, hay científicos españoles que siguen perfeccionando la teoría con el fin de transformarla en ciencia aplicada.
El Ingeniero, Manuel Cicarello inició los estudios teóricos de este tema en la Universidad ORT de Uruguay.
Como becario, trabajó en una investigación sobre computación cuántica. Los científicos trabajan en este tema que sería un grna progreso para la computación y la informática, si lo logran, los resultados serían increíbles. Se adquiriría más velocidad. Las comunicaciones se verían revolucionadas por la velocidad y la instantaneidad en que se movería la información planetaria. Muchos científicos del mundo trabajan para obtener un "soporte" de transmisión de nuevas energías. Se destacan los japoneses. Pero, hay científicos españoles que siguen perfeccionando la teoría con el fin de transformarla en ciencia aplicada.
El Ingeniero, Manuel Cicarello inició los estudios teóricos de este tema en la Universidad ORT de Uruguay.
El curso lo hizo en Madrid pero, viajó a Barcelona a visitar a un amigo uruguayo.
Cómo toda persona inclinada a las ciencias, escribe menos. Sus recuerdos de viaje se conservan en videos y fotografías. Quizá, use el criterio de que una imagen vale más que mil palabras.
Veremos su visita a la Feria del Libro de Madrid, sus recorridas por calles, comecios, monumentos y plazas de Madrid y Barcelona, así como paisajes naturales del relieve y el mar.
lunes, 17 de septiembre de 2007
Uruguayos por el mundo:familia Dávila Castro en Juegos Asiáticos
Continuamos la sección "Uruguayos por el mundo". Nuetra intención es intercalar secciones
Reiteramos a los uruguayos que andan por el mundo que nos envíen relatos y/o fotografías de los lugares que visitan o donde viven.
Hoy llueve,en Qatar son las 16 y30 , los chiquilines trabajando , Ricardo e Iñaki, durmiendo la siesta.
En cualquier momento, se empezará a sentir el llamado plañidero del Imán ,llamando a los árabes hombres ,a rezar, mirando hacia la Meca, lo hacen cinco veces al día. El llamado es como un lamento lejano y tristón,ya me acostumbré.
El sábado fuimos a la final de gimnasia artística femenina, de los Juegos Asiáticos. La preparación de la ciudad llevó meses, no sé cuanto tempo llevó las instalaciones de los diferentes estadios, techados. El predio es enorme, con veredas enjardinadas, canteros con flores naturales y césped artificial. . La torre que contiene encendida la llama olímpica, es de acero y alcanza más de cien metros. Está hecha como de hilos de metal en una especie de cilindo retorcido al medio ,angostándola y dándole liviandad.Apenas oscurece, se ilumna de adentro en tenues tonos del rosa al azul ,pero como fosforescente ,es impresionante !!!!El día de la inauguración se puso una rampa y el hijo del príncipe subió por ella a encender la llama olímpica, a CABALLO!!!!!!CLARO, ES ÁRABE.
El sábado el gentío llenaba todo, parecía una Torre de Babel, pero al nivel del piso. Había árabes, hindúes, habitantes de países de la antigua Unión Soviética como los de Kazajistán, y todos los kaja. Los hindúes van con turbante o vestidos como nosotros, ellas con pantalones o polleras largas y sedosas, y por arriba de la blusa una túnica transparente , bordada con lentejuelas y canutillos en amarillo ,rosa verde , etc. Las árabes van de negro como ya les conté. Los niños van como los nuestros.
Los hombres árabes son altos y grandes, llevan bigotes casi todos. La vestimenta es blanco total, en la cabeza, colgado de un casquito de crochet que no se ve, el manto de tela casi siempre transparente, sujeto con un cordón que rodea la cabeza de color negro, y van siempre muy bien perfumados.
CAMINANDO ADELANTE DE ELLAS, las gimnastas. Llevaban equipos tipo malla pero de encaje de nylon o algo así, totalmente bordados con lentejuelas combinando colores.Actuaron con cintas, con bastones, Menos mal que yo no era jurado. La medalla de oro la obtuvo alguien de Kasjha. Fueron segundas las japonesas. Todas, todas tenían los ojos rasgados.
A la salida, había tarimas bajo carpas blancas , actuaban grupos y la gente, según preferencias, se agrupaba, los árabes hombres bailaban juntos sus danzas tradicionales al son de música acorde. Los hindúes bailaban hombres y mujeres juntos.
Besos a todos Blanquita
Reiteramos a los uruguayos que andan por el mundo que nos envíen relatos y/o fotografías de los lugares que visitan o donde viven.
Hoy llueve,en Qatar son las 16 y30 , los chiquilines trabajando , Ricardo e Iñaki, durmiendo la siesta.
En cualquier momento, se empezará a sentir el llamado plañidero del Imán ,llamando a los árabes hombres ,a rezar, mirando hacia la Meca, lo hacen cinco veces al día. El llamado es como un lamento lejano y tristón,ya me acostumbré.
El sábado fuimos a la final de gimnasia artística femenina, de los Juegos Asiáticos. La preparación de la ciudad llevó meses, no sé cuanto tempo llevó las instalaciones de los diferentes estadios, techados. El predio es enorme, con veredas enjardinadas, canteros con flores naturales y césped artificial. . La torre que contiene encendida la llama olímpica, es de acero y alcanza más de cien metros. Está hecha como de hilos de metal en una especie de cilindo retorcido al medio ,angostándola y dándole liviandad.Apenas oscurece, se ilumna de adentro en tenues tonos del rosa al azul ,pero como fosforescente ,es impresionante !!!!El día de la inauguración se puso una rampa y el hijo del príncipe subió por ella a encender la llama olímpica, a CABALLO!!!!!!CLARO, ES ÁRABE.
El sábado el gentío llenaba todo, parecía una Torre de Babel, pero al nivel del piso. Había árabes, hindúes, habitantes de países de la antigua Unión Soviética como los de Kazajistán, y todos los kaja. Los hindúes van con turbante o vestidos como nosotros, ellas con pantalones o polleras largas y sedosas, y por arriba de la blusa una túnica transparente , bordada con lentejuelas y canutillos en amarillo ,rosa verde , etc. Las árabes van de negro como ya les conté. Los niños van como los nuestros.
Los hombres árabes son altos y grandes, llevan bigotes casi todos. La vestimenta es blanco total, en la cabeza, colgado de un casquito de crochet que no se ve, el manto de tela casi siempre transparente, sujeto con un cordón que rodea la cabeza de color negro, y van siempre muy bien perfumados.
CAMINANDO ADELANTE DE ELLAS, las gimnastas. Llevaban equipos tipo malla pero de encaje de nylon o algo así, totalmente bordados con lentejuelas combinando colores.Actuaron con cintas, con bastones, Menos mal que yo no era jurado. La medalla de oro la obtuvo alguien de Kasjha. Fueron segundas las japonesas. Todas, todas tenían los ojos rasgados.
A la salida, había tarimas bajo carpas blancas , actuaban grupos y la gente, según preferencias, se agrupaba, los árabes hombres bailaban juntos sus danzas tradicionales al son de música acorde. Los hindúes bailaban hombres y mujeres juntos.
Besos a todos Blanquita
jueves, 13 de septiembre de 2007
Uruguay literario: mis cuentos,"Los gallegos"
Los gallegos
Muchos gallegos llegaron a Uruguay cundo finalizó la Guerra Civil española.
Algunos fueron expulsados por razones económicas y otros, por razones ideológicas.
Sebastián era un republicano, luchó con ferocidad, su cuerpo daba testimonio a través de sus cicatrices.
Era un estudiante avanzado, tenía buen criterio e inteligencia. Había vivido en el Ferrol, en la ciudad. Su familia tenía un buen pasar, clase media de agricultores. Se dedicaban a la fruticultura, al cultivo de hortalizas y criaban algo de ganado. Tenían una casa en el campo y otra en la ciudad donde vivía la familia y estudiaban los hijos.
La guerra les llevó todo, no solamente la tierra, también los hijos, algunos murieron y otros emigraron.
Sebastián huyó de España como polizón en un barco carguero. Llegó a Uruguay con la ropa puesta. Trató de localizar a otros gallegos en alguna calle de una ciudad desconocida. Montevideo estaba húmeda y con neblina, sintió morriña de su tierra. Caminó mucho, pudo estirar sus piernas, mirar, agudizar el oído para escuchar alguna palabra gallega. Finalmente, mientras cruzaba por la puerta de un café, escuchó lo que esperaba. Lo recibieron con algarabía: jotas, cantos, música de gaitas. Los que allí vivían y trabajaban conocían el momento de desarraigo que vivía Sebastián.
Pronto, empezó a trabajar como mozo en un café. Llevaba una vida austera, ahorraba incansablemente. Los dueños del café necesitaban un sereno, Sebastián no dudó en ofrecerse, eso le ahorraba el gasto en vivienda.
Sus primeros meses fueron de trabajo. Su día libre lo pasaba en el café: escribía cartas a Galicia, lavaba la ropa y lo invadía la morriña.
Uno de sus compañeros de trabajo lo invitó a conocer un lugar de reunión de gallegos recién llegados. Se llamaba Valle Miñor. Allí se encontró con muchos coetáneos, buscaron relaciones conocidas, tomaron vino, bailaron y tocaron la gaita. Sebastián olvidó un momento su tierra natal.
Conversó con hombres y mujeres, jóvenes y no tanto. Todos conservaban algún rastro de la guerra. Todos tenían un recuerdo fuerte de sus allegados que permanecían en España. Se enteró que sus compatriotas juntaban dinero para enviar a los familiares que no podían venir.
Ese día conoció a Lola, una joven chisporroteando, optimista. Por primera vez oyó decir: esta es mi nueva patria, encontré en Uruguay lo que buscaba en España, en mi Galicia querida. Sebastián se interesó por las opiniones de Lola, se acercó a ella y empezó a preguntar.
Lola descubrió en Montevideo algo de su Galicia: la llovizna, los días húmedos gran parte del año, el viento soplando del mar, olor a pescado en la costa y una gente con la que compartía una antigua tradición común.
Transmitió todo eso a Sebastián, la conversación se prolongó.
Los días libres, Sebastián iba a encontrarse con los otros. Lola, también. Sebastián quiso saber de ella, nunca la había visto en Galicia.
Ella no vivía cerca de las rías del Ferrol, al contrario, su aldea estaba al este, próxima a Castilla. Las montañas empezaban a compartir el paisaje gallego. Lola veía la altura Peña Trevinca, tan alta que parecía estar muy cerca.
Su familia era muy pobre. El terreno poco fértil los obligaba a llevar algunas ovejas y cabras en busca de pastos más tiernos y abundantes. Cosechaban la huerta. El padre buscaba algún trabajo fuera de las épocas de siembra o cosecha. Alguna vez, caminó hasta la costa y se embarcó a pescar. Trajo algunas vieiras como regalo para sus hijos y muy poco dinero. La madre de Lola, como buena gallega, amaba a su hombre y no quería que se le perdiera en el mar.
Tenían una vaca que daba la leche a todos.
Cuando empezó la Guerra Civil, el padre tuvo que ir al frente. Lola, su madre y sus hermanos escondieron la vaca en la cocina porque cabras y ovejas ya no tenían. Usaban papeles a modo de cobertor porque reservaban sábanas y frazadas para coserse ropa.
La vaca era sagrada: era el alimento seguro. Los muchachos le traían agua y pasto de los alrededores.
El padre de Lola volvió pronto porque sufrió una herida de guerra que lo imposibilitó para la lucha. Volvió con un primo, también inválido. Los dos hombres decidieron enviar a sus hijos fuera de España. La emigración los salvaría del hambre y, si todo iba bien, ellos irían tras ellos.
Así, llegó Lola, sus hermanos, sus primos y otros jóvenes a Montevideo, ciudad capital de Uruguay y puerto de comunicación con España y el resto del mundo.
Se empleó como sirvienta en una casa lujosa.
-Tengo mucha comida, contó a Sebastián. La “señora” me trata bien. Sus hijas tienen más o menos mi edad y son amables. Eso sí, me dicen Gallega o Galleguita, pero, no me importa, me recuerda mis raíces.
-Vivo allí, continuó la joven. Limpio, lavo la ropa, ayudo a la “señora” a cocinar, plancho, peino a las niñas para las fiestas. Tengo mi dormitorio, mi cuarto de baño y mi entrada a la casa independientes.
-Que va, siguió, digo mi dormitorio, pero es el de la sirvienta.
-Todo brilla en esa casa, mi “señora” me alaba ante sus amigas.
-Deja de contar, Lola, dijo un gallego viejo. No sabes que contar es hablar sola. Baila, mujer, baila y canta como tú sabes. Deja de historias.
-Eh, tú, dijo el viejo a Sebastián, ¿de dónde eres?
-Del Ferrol.
-Cuenta más, hombre.
-Nada distinto a todos, me vine huyendo del fin de la Guerra Civil, había luchado con los republicanos, pero pude escapar y aquí estoy.
-Me caes bien, ¿quieres trabajar conmigo?, preguntó el viejo Manolo.
Sebastián le contó sobre su trabajo de mozo y la ventaja de tener donde dormir.
-Te ofrezco más, replicó Manolo, mi hijo no puede hacer todo, tengo un café muy grande, mi mujer y mis hijas cocinan para los parroquianos…, es mucho trabajo. Entre un uruguayo y tú, te prefiero. Los uruguayos viven una vida fácil, están para las oficinas y los “escritorios”, todos quieren ser doctores, no agachan el lomo. Se creen que eso es para gallegos.
Manolo convenció a Sebastián. Su antiguo patrón se alegró porque él no le podía ofrecer más.
-Eres un muchacho valioso y fuerte, sigue tu camino, le dijo el primer patrón.
Efectivamente, la vida de Sebastián cambió junto a Manolo. Trabajaba fuerte, ahorraba, mandaba algo a sus padres y todo se lo contaba a Lola. Ella seguía con su “señora”, ahorraba, mandaba parte a Galicia pero, su deseo era traer a sus padres. No gastaba nada, la patrona le regalaba ropa usada, le daba la comida y la estimulaba a ahorrar.
-No puedes ser una sirvienta toda la vida, le dijo un día mientras pelaban papas. Junta, junta mucho, mereces tener una familia y una vivienda decorosa.
Lola contestó que ahorraba para pagar el pasaje a sus padres.
-Me parece bien, agregó la “señora”, pero una cosa no quita la otra, puedes ir mirando a algún joven, eso sí, las visitas aquí, en mi casa, no tienes que andar por la calle. Tienes el jardín, tus habitaciones, la rambla para pasear. Si vas al cine con un joven, te acompaño yo o va una de mis hijas.
Lola se limitó a agradecer y a decir a su patrona lo bien que la trataban.
-Tú lo mereces, eres muy buena, muy valiosa, te ayudaremos en todo, concluyó la mujer.
Sebastián y Lola se veían todos los domingos en el Valle Miñor. La historia siguió como se esperaba: se ennoviaron. La joven le hizo saber todas las exigencias de su “señora” lo que satisfizo al joven.
Ambos habían ahorrado lo suficiente para que sus padres llegaran a Uruguay a trabajar.
Manolo instaló otro restorán y encargó a Sebastián del mismo. Eso permitió que sus padres trabajaran. La fortuna empezó a crecer. Hacía tres años que vivía en Montevideo y que conocía a Lola. Era hora de casamiento.
La “señora” lo ayudó a elegir anillos, traje de bodas y ofreció su casa para la fiesta. Luego, llevó a Lola a una casa de modas para que eligiera su vestido blanco el que le regaló con mucho gusto.
El final es imaginable. Lola y Sebastián todavía son pareja, tuvieron hijos y nietos, viajaron a España. Vivieron bien y felices como todos los gallegos que cambiaron de patria y llegaron a Uruguay, lo que ellos llaman “mi patria elegida”. Aquí estaba lo que quieren y la paz que no encontraron en su tierra.
Llegó un tiempo en el que Uruguay vivió una dictadura y se desdibujó el estilo del país.
Fabián lloró. Solamente él y los otros gallegos sabían lo duro que es cuando la oscuridad cubre instituciones y personas, cuando el terror viene del Estado, cuando todos están bajo sospecha y la confianza se pierde. El Valle Miñor se volvió silencioso: no más jotas y gaitas. Los paisanos se reunían a hablar en voz baja. Mataban las horas con algún juego de cartas.
Nada podían hacer por su condición de extranjeros, luchaban para no ser expulsados de su “patria elegida”.
Cierto día, Manolo dijo a Fabián:
-Oye, coño, que fiera es el hombre. Huimos de un país quebrado, aquí encontramos paz, formamos nuestras familias, queremos esta tierra. Y a estos uruguayos de mierda les da por pelear y meter terror. Tienen tanta cosa buena, por qué esto! Quién les da manija! Oh! Pedazo de burros!
-Oí que muchos sufren tortura, acotó Fabián. Y otros han desaparecido.
-Coño, repitió Manolo.
Aurora Martino
Algunos fueron expulsados por razones económicas y otros, por razones ideológicas.
Sebastián era un republicano, luchó con ferocidad, su cuerpo daba testimonio a través de sus cicatrices.
Era un estudiante avanzado, tenía buen criterio e inteligencia. Había vivido en el Ferrol, en la ciudad. Su familia tenía un buen pasar, clase media de agricultores. Se dedicaban a la fruticultura, al cultivo de hortalizas y criaban algo de ganado. Tenían una casa en el campo y otra en la ciudad donde vivía la familia y estudiaban los hijos.
La guerra les llevó todo, no solamente la tierra, también los hijos, algunos murieron y otros emigraron.
Sebastián huyó de España como polizón en un barco carguero. Llegó a Uruguay con la ropa puesta. Trató de localizar a otros gallegos en alguna calle de una ciudad desconocida. Montevideo estaba húmeda y con neblina, sintió morriña de su tierra. Caminó mucho, pudo estirar sus piernas, mirar, agudizar el oído para escuchar alguna palabra gallega. Finalmente, mientras cruzaba por la puerta de un café, escuchó lo que esperaba. Lo recibieron con algarabía: jotas, cantos, música de gaitas. Los que allí vivían y trabajaban conocían el momento de desarraigo que vivía Sebastián.
Pronto, empezó a trabajar como mozo en un café. Llevaba una vida austera, ahorraba incansablemente. Los dueños del café necesitaban un sereno, Sebastián no dudó en ofrecerse, eso le ahorraba el gasto en vivienda.
Sus primeros meses fueron de trabajo. Su día libre lo pasaba en el café: escribía cartas a Galicia, lavaba la ropa y lo invadía la morriña.
Uno de sus compañeros de trabajo lo invitó a conocer un lugar de reunión de gallegos recién llegados. Se llamaba Valle Miñor. Allí se encontró con muchos coetáneos, buscaron relaciones conocidas, tomaron vino, bailaron y tocaron la gaita. Sebastián olvidó un momento su tierra natal.
Conversó con hombres y mujeres, jóvenes y no tanto. Todos conservaban algún rastro de la guerra. Todos tenían un recuerdo fuerte de sus allegados que permanecían en España. Se enteró que sus compatriotas juntaban dinero para enviar a los familiares que no podían venir.
Ese día conoció a Lola, una joven chisporroteando, optimista. Por primera vez oyó decir: esta es mi nueva patria, encontré en Uruguay lo que buscaba en España, en mi Galicia querida. Sebastián se interesó por las opiniones de Lola, se acercó a ella y empezó a preguntar.
Lola descubrió en Montevideo algo de su Galicia: la llovizna, los días húmedos gran parte del año, el viento soplando del mar, olor a pescado en la costa y una gente con la que compartía una antigua tradición común.
Transmitió todo eso a Sebastián, la conversación se prolongó.
Los días libres, Sebastián iba a encontrarse con los otros. Lola, también. Sebastián quiso saber de ella, nunca la había visto en Galicia.
Ella no vivía cerca de las rías del Ferrol, al contrario, su aldea estaba al este, próxima a Castilla. Las montañas empezaban a compartir el paisaje gallego. Lola veía la altura Peña Trevinca, tan alta que parecía estar muy cerca.
Su familia era muy pobre. El terreno poco fértil los obligaba a llevar algunas ovejas y cabras en busca de pastos más tiernos y abundantes. Cosechaban la huerta. El padre buscaba algún trabajo fuera de las épocas de siembra o cosecha. Alguna vez, caminó hasta la costa y se embarcó a pescar. Trajo algunas vieiras como regalo para sus hijos y muy poco dinero. La madre de Lola, como buena gallega, amaba a su hombre y no quería que se le perdiera en el mar.
Tenían una vaca que daba la leche a todos.
Cuando empezó la Guerra Civil, el padre tuvo que ir al frente. Lola, su madre y sus hermanos escondieron la vaca en la cocina porque cabras y ovejas ya no tenían. Usaban papeles a modo de cobertor porque reservaban sábanas y frazadas para coserse ropa.
La vaca era sagrada: era el alimento seguro. Los muchachos le traían agua y pasto de los alrededores.
El padre de Lola volvió pronto porque sufrió una herida de guerra que lo imposibilitó para la lucha. Volvió con un primo, también inválido. Los dos hombres decidieron enviar a sus hijos fuera de España. La emigración los salvaría del hambre y, si todo iba bien, ellos irían tras ellos.
Así, llegó Lola, sus hermanos, sus primos y otros jóvenes a Montevideo, ciudad capital de Uruguay y puerto de comunicación con España y el resto del mundo.
Se empleó como sirvienta en una casa lujosa.
-Tengo mucha comida, contó a Sebastián. La “señora” me trata bien. Sus hijas tienen más o menos mi edad y son amables. Eso sí, me dicen Gallega o Galleguita, pero, no me importa, me recuerda mis raíces.
-Vivo allí, continuó la joven. Limpio, lavo la ropa, ayudo a la “señora” a cocinar, plancho, peino a las niñas para las fiestas. Tengo mi dormitorio, mi cuarto de baño y mi entrada a la casa independientes.
-Que va, siguió, digo mi dormitorio, pero es el de la sirvienta.
-Todo brilla en esa casa, mi “señora” me alaba ante sus amigas.
-Deja de contar, Lola, dijo un gallego viejo. No sabes que contar es hablar sola. Baila, mujer, baila y canta como tú sabes. Deja de historias.
-Eh, tú, dijo el viejo a Sebastián, ¿de dónde eres?
-Del Ferrol.
-Cuenta más, hombre.
-Nada distinto a todos, me vine huyendo del fin de la Guerra Civil, había luchado con los republicanos, pero pude escapar y aquí estoy.
-Me caes bien, ¿quieres trabajar conmigo?, preguntó el viejo Manolo.
Sebastián le contó sobre su trabajo de mozo y la ventaja de tener donde dormir.
-Te ofrezco más, replicó Manolo, mi hijo no puede hacer todo, tengo un café muy grande, mi mujer y mis hijas cocinan para los parroquianos…, es mucho trabajo. Entre un uruguayo y tú, te prefiero. Los uruguayos viven una vida fácil, están para las oficinas y los “escritorios”, todos quieren ser doctores, no agachan el lomo. Se creen que eso es para gallegos.
Manolo convenció a Sebastián. Su antiguo patrón se alegró porque él no le podía ofrecer más.
-Eres un muchacho valioso y fuerte, sigue tu camino, le dijo el primer patrón.
Efectivamente, la vida de Sebastián cambió junto a Manolo. Trabajaba fuerte, ahorraba, mandaba algo a sus padres y todo se lo contaba a Lola. Ella seguía con su “señora”, ahorraba, mandaba parte a Galicia pero, su deseo era traer a sus padres. No gastaba nada, la patrona le regalaba ropa usada, le daba la comida y la estimulaba a ahorrar.
-No puedes ser una sirvienta toda la vida, le dijo un día mientras pelaban papas. Junta, junta mucho, mereces tener una familia y una vivienda decorosa.
Lola contestó que ahorraba para pagar el pasaje a sus padres.
-Me parece bien, agregó la “señora”, pero una cosa no quita la otra, puedes ir mirando a algún joven, eso sí, las visitas aquí, en mi casa, no tienes que andar por la calle. Tienes el jardín, tus habitaciones, la rambla para pasear. Si vas al cine con un joven, te acompaño yo o va una de mis hijas.
Lola se limitó a agradecer y a decir a su patrona lo bien que la trataban.
-Tú lo mereces, eres muy buena, muy valiosa, te ayudaremos en todo, concluyó la mujer.
Sebastián y Lola se veían todos los domingos en el Valle Miñor. La historia siguió como se esperaba: se ennoviaron. La joven le hizo saber todas las exigencias de su “señora” lo que satisfizo al joven.
Ambos habían ahorrado lo suficiente para que sus padres llegaran a Uruguay a trabajar.
Manolo instaló otro restorán y encargó a Sebastián del mismo. Eso permitió que sus padres trabajaran. La fortuna empezó a crecer. Hacía tres años que vivía en Montevideo y que conocía a Lola. Era hora de casamiento.
La “señora” lo ayudó a elegir anillos, traje de bodas y ofreció su casa para la fiesta. Luego, llevó a Lola a una casa de modas para que eligiera su vestido blanco el que le regaló con mucho gusto.
El final es imaginable. Lola y Sebastián todavía son pareja, tuvieron hijos y nietos, viajaron a España. Vivieron bien y felices como todos los gallegos que cambiaron de patria y llegaron a Uruguay, lo que ellos llaman “mi patria elegida”. Aquí estaba lo que quieren y la paz que no encontraron en su tierra.
Llegó un tiempo en el que Uruguay vivió una dictadura y se desdibujó el estilo del país.
Fabián lloró. Solamente él y los otros gallegos sabían lo duro que es cuando la oscuridad cubre instituciones y personas, cuando el terror viene del Estado, cuando todos están bajo sospecha y la confianza se pierde. El Valle Miñor se volvió silencioso: no más jotas y gaitas. Los paisanos se reunían a hablar en voz baja. Mataban las horas con algún juego de cartas.
Nada podían hacer por su condición de extranjeros, luchaban para no ser expulsados de su “patria elegida”.
Cierto día, Manolo dijo a Fabián:
-Oye, coño, que fiera es el hombre. Huimos de un país quebrado, aquí encontramos paz, formamos nuestras familias, queremos esta tierra. Y a estos uruguayos de mierda les da por pelear y meter terror. Tienen tanta cosa buena, por qué esto! Quién les da manija! Oh! Pedazo de burros!
-Oí que muchos sufren tortura, acotó Fabián. Y otros han desaparecido.
-Coño, repitió Manolo.
Aurora Martino
Uruguay literario: mis cuentos, "Clementina"
Clementina
Los medios dispararon una noticia trágica: una beba habría sido asesinada por sus padres al nacer.
Los comentarios de la prensa usaron todos los adjetivos imaginables para comentar el hecho. La población acompañaba con palabras que expresaban el horror ante semejante crimen.
El asunto pasó a la policía y la justicia. El padre negaba su participación, afirmaba que ni siquiera sabía que su mujer estuviera embarazada. Tampoco lo sabía la familia cercana ni los vecinos que veían a Clementina todos los días.
Ningún medio había mostrado fotografías de los involucrados, los primeros días fueron de estupor e incredulidad. La pregunta salía sola: ¿Cómo un marido puede ignorar el embarazo de su mujer?
Finalmente, un periódico mostró fotografías y dio el nombre de la mujer, era Clementina.
Mientras hojeaba el periódico, al pasar por la sección policial, me llamó la atención un rostro conocido. Nunca leía esa sección, por principios, por piedad o por pudor. Pero aquella cara me hizo volver a la página policial. Era ella, la gordita Clementina. La misma, con su rostro inexpresivo, sin sonrisa, con un pliegue en el entrecejo.
La conocía de la época estudiantil. Pobre Clementina. La naturaleza no le había aportado nada a su condición de mujer. Fea, gorda, baja, nada en ella podía atraer las miradas de los hombres. En las fiestas estudiantiles, Clementina terminaba sola en un rincón. Nadie la invitaba a bailar, ni la rodeaban para hacer o escuchar cuentos. Tampoco la elegían para los juegos.
Tenía buenas amigas, empezó a ir con ellas a bailes para mayores de dieciocho años. El resultado era el mismo: nadie se acercaba a bailar con ella. Sus amigas la llevaban a la pista, Clementina se soltaba a bailar, pero, poco a poco, varios jóvenes se acercaban a las amigas y otra vez, Clementina al rincón.
Por un tiempo, abandonó los bailes, daba excusas a sus amigas. Así pasó como dos o tres años. Las otras estaban con novios, alguna se había casado. Clementina seguía sola, cada vez más sola porque sus buenas amigas dedicaban tiempo a sus novios o esposos.
Una noche de neblina y hastío total, se vistió y se encaminó sola a un lugar bailable, Ya tenía veintitrés años.
Había hecho dieta especial y mucha gimnasia para bajar de peso, iba a la peluquería y, hasta se hacía maquillar por expertas.
Miró el lugar con una mezcla de nostalgia y dolor. Se acercó a la barra y pidió una copa bien fuerte, luego otra y otra. La música vibraba y la libido de Clementina también. Se metió en la pista a bailar desenfrenadamente. Entre las luces y el ruido, se encontró envuelta por brazos masculinos. El alcohol y el ruido no le daban oportunidad para pensar ni para mirar la cara de su acompañante. Envueltos en un abrazo feroz giraban en el mismo lugar. Los instintos afloraron con toda su fuerza. Salieron del local del baile en dirección a la arena de la playa.
Clementina iba saliendo de los efectos del alcohol. Tomó conciencia que reposaba junto a un hombre en la arena fresca. Su ropa estaba a su lado y la luna le iluminaba el cuerpo.
La pareja intercambió algunas palabras mientras Clementina se vestía
Caminaron hacia la rambla. El hombre le preguntó cómo volvía a su casa. Ella le indicó una parada de ómnibus a unos cien metros. Siguieron juntos hasta allí. El ómnibus apareció, Clementina puso un pie en el escalón, miró hacia atrás y vio una mano que le decía adiós. Se sentó en el primer asiento, el ómnibus venía casi vacío. Miró por la ventanilla y vio una silueta negra perdiéndose en una esquina
Llegó a su casa cuando el sol mostraba sus rayos en el cielo. ¿Dormir? Imposible. Deambuló de una habitación a otra. Estaba cansada y el efecto del alcohol se hacía sentir en una fuerte cefalea. Se acostó vestida. Miró el techo por unos instantes, luego, el sueño la ganó.
Despertó tarde, el sol ya arrojaba sombras de atardecer. Estuvo un largo rato en la ducha. Revisaba su cuerpo mientras aumentaba la espuma del jabón. No pensaba, no proyectaba, no se arrepentía, ni reprochaba.
-Ya está, se dijo.
Retomó su rutina. Los días pasaban sin nada distinto.
Cierto día fue al supermercado, mientras examinaba un producto, se le cayó el bolso. Un joven se lo acercó y, al alcanzarle el bolso, le rozó la mano. Clementina caminó unos pasos, miró hacia atrás y se encontró con los ojos del joven desconocido. Era buena conversadora, por lo que no fue difícil entablar una conversación. Recorrieron juntos las góndolas. Clementina terminó sus compras y Fabián, que así se llamaba su acompañante, la invitó a tomar un refresco. Conversaron mucho. Concertaron otra entrevista en el supermercado. Las entrevistas se sucedieron varios días.
Finalmente, descubrieron que estaban enamorados. Tan enamorados que él le propuso matrimonio.
Fabián había empezado a trabajar hacía poco, no ganaba mucho, tampoco Clementina. Hicieron cálculos, comprarían lo indispensable. Podían vivir en casa de la madre de Fabián que tenía habitaciones y baño en el fondo para cuando recibía a parientes del campo.
Pensaron que en cinco meses podían tener lo mínimo y casarse.
-Eso sí, dijo Fabián, por ahora, no podemos pensar en tener hijos.
Clementina estuvo de acuerdo, debían organizarse más, quizá, conseguir empleos mejor remunerados. Por lo menos, un año de espera. Les molestaba porque, ambos deseaban tener un hijo, siempre lo hablaban.
La boda se realizó con gran sencillez, no hubo viaje de luna de miel, se quedaron en su hogar, era lo que más querían y lo único que podían hacer.
Clementina estaba feliz. Lo único que le preocupaba era que volvía a tener sobrepeso y desarreglos hormonales que le impedían menstruar. Visitó al médico, éste le dijo que era previsible, ella tenía esas irregularidades. La boda le habría generado un poco de estrés.
Pasaron dos meses y la inquietud de Clementina no se hizo esperar. Recordó el baile, se vio acostada en la arena con aquel desconocido. Volvió al médico y le contó todo. Los análisis confirmaron un embarazo.
-Ay! Fabián y ay de mí, atinó a decir.
Caminó hasta su casa, su marido llegaría en una hora. Preparó la merienda como una autómata. No tenía ninguna coartada. Estaba tan acostumbrada a esperar, siempre, el tiempo decidía por ella.
Cada vez se veía más grande. Las amigas le decían que había vuelto a engordar. Clementina no respondía. Le insistían que volviera al gimnasio y a su dieta de adelgazamiento. Una de ellas le preguntó si no estaría embarazada.
-Que no se te ocurra preguntar eso, y menos en presencia de Fabián, contestó con un tono al que sus amigas no estaban acostumbradas.
Fabián sintió unos gemidos que lo despertaron. Clementina estaba levantada, no la vio en la cama. Se dirigió al baño y la encontró dando a luz una niña. En medio del asombro, salió en busca de auxilio médico. Cuando regresó, la niña estaba muerta, la mató Clementina.
Llegó la policía, ambulancias, familiares. Todo había terminado.
Ambos fueron juzgados y encarcelados, Clementina por homicidio especialmente agravado y Fabián, por encubrimiento.
Fui a visitar a Clementina a la cárcel y me contó esta historia. Cuando terminó le dije: “Que Dios te consuele”
-No creo que quiera, me contestó-
Salí pensando a quién se refería en ese “No creo que quiera”, si a Dios o a ella.
Las investigaciones policiales y judiciales continúan
La prensa sigue con la noticia en primera plana “Se investiga sobre el asesinato, por parte de los padres, de una niña recién nacida”.
Aurora Martino
domingo, 9 de septiembre de 2007
Uruguay literario: mis cuentos "Pueblo chiquito"
Pueblo chiquito
El pueblo de mi infancia estaba abrazado por verdes colinas.
Era tan pequeño que podía ver todos los ranchos desde la puerta del mío.
Allí transcurrieron años entrañables de mi vida.
Mi familia trabajaba la tierra y criaba animales para el sustento de todos.
Los ranchos se construyen con bloques de terrones cortados regularmente del suelo. Toman una forma de ladrillo grande. Con estos terrones se levantan las paredes. El techo se realiza con totora, sostenido por troncos rústicos. Finalmente, se hace barro hasta lograr una pasta homogénea con la que se revocan las paredes. Esta práctica de construcción se mantiene tanto en el campo como en las zonas marginales de las ciudades de este país. Cada vez que veo hombres y mujeres construyendo su rancho, revivo el recuerdo del que me albergó en mi infancia.
El ambiente de la vivienda era acogedor. Mi familia pintaba el interior de las paredes con cal. Rayos de sol entraban por los agujeros de las ventanas y los niños jugábamos con ellos a la hora de la siesta de los mayores.
Ese mundo campesino y bucólico estaba lleno de paz y armonía con la naturaleza. El verde dominaba el paisaje y llegaba hasta el alma. Los trabajos y los juegos tenían al campo como escenario. Los niños descubríamos un mundo muy rico en la pradera: flores pequeñas y multicolores despertaban nuestro asombro en cada primavera. No entendía por qué, todos los años, volvían a renacer flores iguales, con la misma simetría, el mismo tamaño y el mismo color. Pensaba que la tierra tenía voluntad e inteligencia: nunca se olvidaba de las formas, los colores y el tiempo del campo en flor. Permanecía horas contemplando los pétalos de cada especie. Y comparábalos para descubrir alguna diferencia que nunca encontré.
Otro espacio de solaz y asombro era el arroyo. Aguas cristalinas estaban protegidas por un monte espeso. Disfrutaba el agua. En verano, nos bañábamos en ella niños y adultos. El monte tenía encanto, misterio y alegría: árboles grandes ofrecían frutos pequeños y dulces. Otros, mostraban flores rojas, tan rojas que parecía que desafiaban a los demás: eran los reyes del monte y del arroyo.
La mayoría de los habitantes del pueblo se dedicaba a lo mismo que mi familia: agricultura, fruticultura, cría de algún ganado y aves para la subsistencia.
Pero, había excepciones: un peluquero que recorría cada vivienda, una prostituta, dos almaceneros de ramos generales, una curandera, una comadrona, que era mi abuela, y una maestra.
La escuela era un rancho más grande. Tenía huerta, jardín y árboles como todos los otros. Los niños trabajábamos la huerta, aprendíamos ciencias y obteníamos productos para el almuerzo colectivo. La maestra era una mujer afectuosa, sencilla e inteligente. Solía entregarnos muchos libros de cuentos que llevábamos a nuestros hogares. Estos cuentos me mostraron lugares lejanos en el tiempo y el espacio. Así fue como conocí a Perraul, Grim y otros. Leí Las Mil y una Noches, Peter Pan y muchas leyendas y relatos populares anónimos. Supe sobre vikingos, germanos, rusos, hindúes, griegos, árabes y otros pueblos. Los relatos disparaban mi imaginación, me trasladaban a mundos distintos pero, siempre entendía la vida de los personajes: parecía que fueran de mi pueblo.
La escuela era un lugar donde se cantaba y se hacían rondas y bailes. Años después, descubrí que aquella maestra nos enseñaba danzas y canciones infantiles que se remontaban al español antiguo medieval, al portugués fronterizo, al canto indígena de la América Prehispánica, así como danzas tirolesas y de otras partes del mundo. La música y el canto salían de discos puestos en un gramófono que funcionaba “a cuerda”, es decir, cada cierto rato, la maestra hacía girar una manija como si aquella caja de música tuviera un aparato de relojería.
Así transcurría la vida, con un ritmo que todos aceptábamos: los niños, en la escuela, los adultos, en sus quehaceres diarios.
De tanto en tanto, aparecía un “turco” caminando y cargando un baúl grande sobre su espalda. El pueblo llamaba turcos a todos los que no tenían acento español ni portugués. Entre ellos, árabes, libaneses, turcos propiamente dichos y judíos. Hoy sé que eran judíos porque ellos mismos me contaron qué hacían cuando huían del nazismo y de los horrores de la guerra a estas tierras. Sus abuelos y sus padres se ganaron la vida recorriendo los campos con baúles llenos de los más diversos productos durante décadas.
La llegada de un “turco” era una fiesta. Abría su baúl y el asombro se apoderaba de mí. Las telas de colores brillantes se iban extendiendo sobre una gran mesa, mostraba calzado, sombreros, vestidos y una larga lista de objetos novedosos. Las muñecas eran lo que más me atraía. El “turco” me las mostraba con un gesto dulce y me explicaba toda la historia de cada una. Mi familia lo albergaba en el rancho donde comía y descansaba algunos días todos los años. Conversaba con mayores y niños, contaba sobre su familia, su lejano país y las peripecias de sus largas caminatas bajo lluvia, sol, sed y hambre por los campos sin gente.
Las cuatro estaciones se sucedían con regularidad, marcaban el ritmo de siembras y cosechas.
Un día el ritmo cambió. Una gran tormenta eléctrica azotaba el campo con relámpagos y el cielo, con truenos. El viento sopló con fuerza, trajo nubes espesas. La lluvia se prolongó por muchos días, anegó el campo y las aguas del arroyo salieron de su cauce arrastrando objetos desconocidos. Algunos habitantes comparaban el fenómeno climático con el diluvio bíblico. Los animales se refugiaban en las partes altas de las colinas, muchos fueron arrastrados por la corriente y no se supo nunca más de ellos. Los sembradíos desaparecieron y se perdió toda la cosecha.
Al fin, dejó de llover, el agua se fue retirando del campo pero, dejó un paisaje distinto.
Grandes charcos separaban unos ranchos de otros. Los árboles frutales estaban tan inclinados que, algunos, mostraban sus raíces. Ya no se veía verdes campos sembrados. Las aguas claras del arroyo, ahora, lucían turbias y desasosegadas. La corriente arrastraba animales raros y objetos desconocidos por la gente. Aparecieron cavernas profundas y peñascos afilados. Nadie tenía respuesta para tanto cambio. Trataron de olvidar el lugar junto al arroyo. No querían escuchar nada más sobre la presencia de nuevos fenómenos extraños. Continuaron su rutina: plantaron la tierra que asomó entre los charcos, enderezaron los árboles y, cuando los granos maduraron, procedieron a cosecharlos.
Algunos aventureros volvieron a la orilla del arroyo una y otra vez. Nada decían porque nadie quería saber más. Exploraban con cautela, observaban seres singulares. Las cavernas profundas los atraían. Los seis arriesgados decidieron penetrar una de esas profundidades. Reunieron cuerdas, recipientes livianos que ataron a sus cinturas y rústicas antorchas. Se organizaron en grupos de tres asidos a cada cuerda. Iban deslizándose por la oscuridad en declive. Cuando habían perdido toda noción de espacio, encendieron una antorcha. Uno dijo haber visto algo brillar hacia delante. Redoblaron esfuerzos y encendieron otra antorcha, así vieron un muro a cierta distancia como si fuera el fondo de la caverna. El declive dio paso a un espacio más plano. Lo que se vio brillar estaba allí: eran monedas de oro. Recogieron cuánto pudieron. Ascendieron y escondieron el hallazgo. La exploración continuó en todas las cavernas con el mismo resultado. Nadie les preguntó nada porque nadie quería saber más.
Los aventureros cabalgaron varios días hasta llegar a una ciudad, llevaban tres monedas con el fin de averiguar su valor. La ciudad era pequeña, no obstante, había un relojero, joyero y comprador de objetos de oro. Tomó las monedas, las examinó con su lente, les aplicó sustancias y, luego, las pesó en una balanza pequeña. El artesano confirmó que era el tan preciado metal. Acostumbrado al negocio, les ofreció una suma de dinero. Los campesinos regatearon, les interesaba saber el máximo valor o, al menos, aproximarse. Finalmente, vendieron las tres monedas. El comprador quedó satisfecho, no hizo preguntas, se limitó a decirles que podían traer más piezas de oro, le interesaba comprar.
El dinero obtenido les permitió recorrer la ciudad porque deseaban averiguar qué uso le podían dar a su riqueza sin despertar sospechas.
Un escribano les informó que el valor de la tierra iba a subir, lo mejor era comprar tierras.
Volvieron a su pueblo con la siniestra intención de apoderarse de los campos de cultivo. Mostraban las monedas y explicaban todo lo que se puede hacer con tanto dinero. Luego, proponían comprar el campo. El peluquero no pudo negociar porque su rancho estaba ubicado en un terreno pedregoso. La prostituta vendió la mayor parte de su parcela, dejó el rancho rodeado por una faja angosta donde estaba el jardín y su laurel florecido. Varios habitantes vendieron todo, soñaban con el poder que les daría tanto dinero. Mi abuelo dijo que la fragancia de sus duraznos, la redondez de sus naranjas y el verde de su campo no tenían precio. Uno de los almaceneros manifestó que era feliz entre las telas, los cajones con fideos, el perfume del café y la visita de sus clientes. El habitante de la parte alta de una colina no quiso vender su paisaje.
Los que habían vendido todo, o casi todo, se deleitaron varios días mirando las bolsas llenas de monedas de oro. Pero, necesitaban comida. Empezaron a comprar. Cada bolsa se iba achicando.
Los nuevos dueños instalaron altos cercos alrededor de sus propiedades. Personas y animales no podían entrar ni salir sin sus autorizaciones.
El gobierno obligó a los propietarios de las tierras a abrir caminos para que la gente saliera de sus ranchos, circulara el carro con el Correo cada quince días, la maestra fuera a la ciudad y la policía recorriera el pueblo de tanto en tanto. Se trazaron caminos angostos custodiados por cercos altos de alambre tejido.
Los pocos que conservaron su campo continuaron la rutina. Los que habían vendido gastaban el dinero en necesidades de subsistencia y en objetos vanos. Muchos visitaron la ciudad por primera vez y volvieron cargados de novedades superfluas. Las bolsas se vaciaban. La prostituta no recibía visitas porque los hombres sin amor se iban al pueblo a buscarlo en otros cuerpos. Los más pródigos terminaron sus monedas y huyeron a la ciudad cercana en busca de trabajo. Se instalaron en los alrededores, no conseguían trabajo digno y, muchos terminaron en la mendicidad.
Escaseaba la comida y la leña. En los atardeceres, se veía niños arrastrarse bajo las cercas para arrebatar algún leño que atenuara el frío invierno. Yo tenía que acompañar a la prostituta porque ella no tenía niños que cruzaran la cerca. Mi cabello se enredaba en el alambre, los pastos duros arañaban mis rodillas y los leños terminaban la tarea rasguñándome rostro, piernas y brazos. La prostituta aguardaba del otro lado e iba formando haces regulares. Volvíamos por el camino hacia mi hogar, allí recogía un tarro con leche y algunas frutas para la mujer. La acompañaba hasta su vivienda porque ella tenía los brazos ocupados con la leña. Nunca me invitó a entrar al rancho, colocaba los atados junto al laurel, cortaba una flor de invierno, me la regalaba con una sonrisa y me invitaba a retornar prontamente a mi hogar.
El acordeón de don Cirilo dejó de cantar en las noches de verano. Las manchas de luz nocturna de las puertas de los ranchos fueron apagándose.
Pasaron meses y años. Los niños fuimos creciendo en la escuela. La maestra tenía palabras de esperanza. Nos decía que vendrían personas justas a ayudarnos a derribar las cercas y se produciría el retorno de los que se habían ido. Los más grandes debíamos prepararnos para rellenar las cavernas y limpiar el arroyo, nuestro arroyo.
Si el sueño que forjamos en la escuela no se cumplía, quizá todos terminaríamos marchándonos lejos.
Muchos atardeceres me encontraron sentada bajo el sauce mirando el camino angosto por donde volvería la gente de mi pueblo chiquito y el verde continuaría abrazándonos a todos.
El pueblo de mi infancia estaba abrazado por verdes colinas.
Era tan pequeño que podía ver todos los ranchos desde la puerta del mío.
Allí transcurrieron años entrañables de mi vida.
Mi familia trabajaba la tierra y criaba animales para el sustento de todos.
Los ranchos se construyen con bloques de terrones cortados regularmente del suelo. Toman una forma de ladrillo grande. Con estos terrones se levantan las paredes. El techo se realiza con totora, sostenido por troncos rústicos. Finalmente, se hace barro hasta lograr una pasta homogénea con la que se revocan las paredes. Esta práctica de construcción se mantiene tanto en el campo como en las zonas marginales de las ciudades de este país. Cada vez que veo hombres y mujeres construyendo su rancho, revivo el recuerdo del que me albergó en mi infancia.
El ambiente de la vivienda era acogedor. Mi familia pintaba el interior de las paredes con cal. Rayos de sol entraban por los agujeros de las ventanas y los niños jugábamos con ellos a la hora de la siesta de los mayores.
Ese mundo campesino y bucólico estaba lleno de paz y armonía con la naturaleza. El verde dominaba el paisaje y llegaba hasta el alma. Los trabajos y los juegos tenían al campo como escenario. Los niños descubríamos un mundo muy rico en la pradera: flores pequeñas y multicolores despertaban nuestro asombro en cada primavera. No entendía por qué, todos los años, volvían a renacer flores iguales, con la misma simetría, el mismo tamaño y el mismo color. Pensaba que la tierra tenía voluntad e inteligencia: nunca se olvidaba de las formas, los colores y el tiempo del campo en flor. Permanecía horas contemplando los pétalos de cada especie. Y comparábalos para descubrir alguna diferencia que nunca encontré.
Otro espacio de solaz y asombro era el arroyo. Aguas cristalinas estaban protegidas por un monte espeso. Disfrutaba el agua. En verano, nos bañábamos en ella niños y adultos. El monte tenía encanto, misterio y alegría: árboles grandes ofrecían frutos pequeños y dulces. Otros, mostraban flores rojas, tan rojas que parecía que desafiaban a los demás: eran los reyes del monte y del arroyo.
La mayoría de los habitantes del pueblo se dedicaba a lo mismo que mi familia: agricultura, fruticultura, cría de algún ganado y aves para la subsistencia.
Pero, había excepciones: un peluquero que recorría cada vivienda, una prostituta, dos almaceneros de ramos generales, una curandera, una comadrona, que era mi abuela, y una maestra.
La escuela era un rancho más grande. Tenía huerta, jardín y árboles como todos los otros. Los niños trabajábamos la huerta, aprendíamos ciencias y obteníamos productos para el almuerzo colectivo. La maestra era una mujer afectuosa, sencilla e inteligente. Solía entregarnos muchos libros de cuentos que llevábamos a nuestros hogares. Estos cuentos me mostraron lugares lejanos en el tiempo y el espacio. Así fue como conocí a Perraul, Grim y otros. Leí Las Mil y una Noches, Peter Pan y muchas leyendas y relatos populares anónimos. Supe sobre vikingos, germanos, rusos, hindúes, griegos, árabes y otros pueblos. Los relatos disparaban mi imaginación, me trasladaban a mundos distintos pero, siempre entendía la vida de los personajes: parecía que fueran de mi pueblo.
La escuela era un lugar donde se cantaba y se hacían rondas y bailes. Años después, descubrí que aquella maestra nos enseñaba danzas y canciones infantiles que se remontaban al español antiguo medieval, al portugués fronterizo, al canto indígena de la América Prehispánica, así como danzas tirolesas y de otras partes del mundo. La música y el canto salían de discos puestos en un gramófono que funcionaba “a cuerda”, es decir, cada cierto rato, la maestra hacía girar una manija como si aquella caja de música tuviera un aparato de relojería.
Así transcurría la vida, con un ritmo que todos aceptábamos: los niños, en la escuela, los adultos, en sus quehaceres diarios.
De tanto en tanto, aparecía un “turco” caminando y cargando un baúl grande sobre su espalda. El pueblo llamaba turcos a todos los que no tenían acento español ni portugués. Entre ellos, árabes, libaneses, turcos propiamente dichos y judíos. Hoy sé que eran judíos porque ellos mismos me contaron qué hacían cuando huían del nazismo y de los horrores de la guerra a estas tierras. Sus abuelos y sus padres se ganaron la vida recorriendo los campos con baúles llenos de los más diversos productos durante décadas.
La llegada de un “turco” era una fiesta. Abría su baúl y el asombro se apoderaba de mí. Las telas de colores brillantes se iban extendiendo sobre una gran mesa, mostraba calzado, sombreros, vestidos y una larga lista de objetos novedosos. Las muñecas eran lo que más me atraía. El “turco” me las mostraba con un gesto dulce y me explicaba toda la historia de cada una. Mi familia lo albergaba en el rancho donde comía y descansaba algunos días todos los años. Conversaba con mayores y niños, contaba sobre su familia, su lejano país y las peripecias de sus largas caminatas bajo lluvia, sol, sed y hambre por los campos sin gente.
Las cuatro estaciones se sucedían con regularidad, marcaban el ritmo de siembras y cosechas.
Un día el ritmo cambió. Una gran tormenta eléctrica azotaba el campo con relámpagos y el cielo, con truenos. El viento sopló con fuerza, trajo nubes espesas. La lluvia se prolongó por muchos días, anegó el campo y las aguas del arroyo salieron de su cauce arrastrando objetos desconocidos. Algunos habitantes comparaban el fenómeno climático con el diluvio bíblico. Los animales se refugiaban en las partes altas de las colinas, muchos fueron arrastrados por la corriente y no se supo nunca más de ellos. Los sembradíos desaparecieron y se perdió toda la cosecha.
Al fin, dejó de llover, el agua se fue retirando del campo pero, dejó un paisaje distinto.
Grandes charcos separaban unos ranchos de otros. Los árboles frutales estaban tan inclinados que, algunos, mostraban sus raíces. Ya no se veía verdes campos sembrados. Las aguas claras del arroyo, ahora, lucían turbias y desasosegadas. La corriente arrastraba animales raros y objetos desconocidos por la gente. Aparecieron cavernas profundas y peñascos afilados. Nadie tenía respuesta para tanto cambio. Trataron de olvidar el lugar junto al arroyo. No querían escuchar nada más sobre la presencia de nuevos fenómenos extraños. Continuaron su rutina: plantaron la tierra que asomó entre los charcos, enderezaron los árboles y, cuando los granos maduraron, procedieron a cosecharlos.
Algunos aventureros volvieron a la orilla del arroyo una y otra vez. Nada decían porque nadie quería saber más. Exploraban con cautela, observaban seres singulares. Las cavernas profundas los atraían. Los seis arriesgados decidieron penetrar una de esas profundidades. Reunieron cuerdas, recipientes livianos que ataron a sus cinturas y rústicas antorchas. Se organizaron en grupos de tres asidos a cada cuerda. Iban deslizándose por la oscuridad en declive. Cuando habían perdido toda noción de espacio, encendieron una antorcha. Uno dijo haber visto algo brillar hacia delante. Redoblaron esfuerzos y encendieron otra antorcha, así vieron un muro a cierta distancia como si fuera el fondo de la caverna. El declive dio paso a un espacio más plano. Lo que se vio brillar estaba allí: eran monedas de oro. Recogieron cuánto pudieron. Ascendieron y escondieron el hallazgo. La exploración continuó en todas las cavernas con el mismo resultado. Nadie les preguntó nada porque nadie quería saber más.
Los aventureros cabalgaron varios días hasta llegar a una ciudad, llevaban tres monedas con el fin de averiguar su valor. La ciudad era pequeña, no obstante, había un relojero, joyero y comprador de objetos de oro. Tomó las monedas, las examinó con su lente, les aplicó sustancias y, luego, las pesó en una balanza pequeña. El artesano confirmó que era el tan preciado metal. Acostumbrado al negocio, les ofreció una suma de dinero. Los campesinos regatearon, les interesaba saber el máximo valor o, al menos, aproximarse. Finalmente, vendieron las tres monedas. El comprador quedó satisfecho, no hizo preguntas, se limitó a decirles que podían traer más piezas de oro, le interesaba comprar.
El dinero obtenido les permitió recorrer la ciudad porque deseaban averiguar qué uso le podían dar a su riqueza sin despertar sospechas.
Un escribano les informó que el valor de la tierra iba a subir, lo mejor era comprar tierras.
Volvieron a su pueblo con la siniestra intención de apoderarse de los campos de cultivo. Mostraban las monedas y explicaban todo lo que se puede hacer con tanto dinero. Luego, proponían comprar el campo. El peluquero no pudo negociar porque su rancho estaba ubicado en un terreno pedregoso. La prostituta vendió la mayor parte de su parcela, dejó el rancho rodeado por una faja angosta donde estaba el jardín y su laurel florecido. Varios habitantes vendieron todo, soñaban con el poder que les daría tanto dinero. Mi abuelo dijo que la fragancia de sus duraznos, la redondez de sus naranjas y el verde de su campo no tenían precio. Uno de los almaceneros manifestó que era feliz entre las telas, los cajones con fideos, el perfume del café y la visita de sus clientes. El habitante de la parte alta de una colina no quiso vender su paisaje.
Los que habían vendido todo, o casi todo, se deleitaron varios días mirando las bolsas llenas de monedas de oro. Pero, necesitaban comida. Empezaron a comprar. Cada bolsa se iba achicando.
Los nuevos dueños instalaron altos cercos alrededor de sus propiedades. Personas y animales no podían entrar ni salir sin sus autorizaciones.
El gobierno obligó a los propietarios de las tierras a abrir caminos para que la gente saliera de sus ranchos, circulara el carro con el Correo cada quince días, la maestra fuera a la ciudad y la policía recorriera el pueblo de tanto en tanto. Se trazaron caminos angostos custodiados por cercos altos de alambre tejido.
Los pocos que conservaron su campo continuaron la rutina. Los que habían vendido gastaban el dinero en necesidades de subsistencia y en objetos vanos. Muchos visitaron la ciudad por primera vez y volvieron cargados de novedades superfluas. Las bolsas se vaciaban. La prostituta no recibía visitas porque los hombres sin amor se iban al pueblo a buscarlo en otros cuerpos. Los más pródigos terminaron sus monedas y huyeron a la ciudad cercana en busca de trabajo. Se instalaron en los alrededores, no conseguían trabajo digno y, muchos terminaron en la mendicidad.
Escaseaba la comida y la leña. En los atardeceres, se veía niños arrastrarse bajo las cercas para arrebatar algún leño que atenuara el frío invierno. Yo tenía que acompañar a la prostituta porque ella no tenía niños que cruzaran la cerca. Mi cabello se enredaba en el alambre, los pastos duros arañaban mis rodillas y los leños terminaban la tarea rasguñándome rostro, piernas y brazos. La prostituta aguardaba del otro lado e iba formando haces regulares. Volvíamos por el camino hacia mi hogar, allí recogía un tarro con leche y algunas frutas para la mujer. La acompañaba hasta su vivienda porque ella tenía los brazos ocupados con la leña. Nunca me invitó a entrar al rancho, colocaba los atados junto al laurel, cortaba una flor de invierno, me la regalaba con una sonrisa y me invitaba a retornar prontamente a mi hogar.
El acordeón de don Cirilo dejó de cantar en las noches de verano. Las manchas de luz nocturna de las puertas de los ranchos fueron apagándose.
Pasaron meses y años. Los niños fuimos creciendo en la escuela. La maestra tenía palabras de esperanza. Nos decía que vendrían personas justas a ayudarnos a derribar las cercas y se produciría el retorno de los que se habían ido. Los más grandes debíamos prepararnos para rellenar las cavernas y limpiar el arroyo, nuestro arroyo.
Si el sueño que forjamos en la escuela no se cumplía, quizá todos terminaríamos marchándonos lejos.
Muchos atardeceres me encontraron sentada bajo el sauce mirando el camino angosto por donde volvería la gente de mi pueblo chiquito y el verde continuaría abrazándonos a todos.
Aurora Martino
sábado, 8 de septiembre de 2007
Uruguay literario: mis cuentos, "El hombre y el perro"
El hombre y el perro
Era un personaje familiar en la vecindad. Recorría las calles seguido de su perro. Mientras caminaba, iba repitiendo:”el hombre y el perro, el perro y el hombre…”. La letanía se perdía en la distancia.
Nunca se le oía saludar ni decir nada más. Cierto día, lo encontré acurrucado en el rincón de una acera, comía de un trozo de pan duro. Me acerqué y le hablé.
-Soy loco, me dijo sin tener en cuenta el sentido de mis palabras.
-Soy malo, agregó.
-Soy perverso y maltraté a mucha gente, ahora estoy solo con mi perro.
No sé cómo logré ingresarlo en un diálogo. Ahora me prestaba atención, abandonaba su monólogo.
Me contó trechos incoherentes de recuerdos. Relató crueldades con su familia, amigos, compañeros de estudio o de trabajo, su estadía en la cárcel.
Le hablé de médicos, si alguno había hablado con él. Se limitó a sacudir la cabeza de un lado al otro varias veces.
Su mirada imploraba algo así como piedad, amor, comprensión, no sé qué pero, algo reclamaba.
Supe que vivía en la calle, hacía tanto tiempo que ni él lo recordaba.
Se había aislado, no sabía de su familia ni de sus conocidos y amigos.
Pude rescatarle más recuerdos y ciertas reflexiones: La incontinencia de su crueldad, algo lo impelía a maltratar a los demás.
Nunca recibió visitas en la cárcel. Cuando quedó en libertad y regresó, solamente el perro de la casa lo recibió con alegría. Decidió irse y el perro lo siguió.
El primer perro que lo acompañó se murió. Consiguió otro y otro. Según él, todos los perros son iguales.
-Este perro son todos los perros, me dijo. Ante mi silencio continuó hablando.
-Todos son el mismo, entienden mi tristeza y mi alegría, no me juzgan, aceptan mis caricias, me acompañan.
Las palabras del hombre me impresionaron: todos realizamos actos o decimos palabras que hieren a otros, todos hacemos sufrir a alguien en algún momento. ¿Cómo se mide la diferencia del nivel de crueldad? ¿Por qué abandonamos a los violentos sin saber la causa de sus actitudes?
El perro fue el único que no calculó diferencias.
El hombre se puso de pie y continuó caminando con su letanía: “El hombre y el perro, el perro y el hombre, el hombre y el perro…”
Era un personaje familiar en la vecindad. Recorría las calles seguido de su perro. Mientras caminaba, iba repitiendo:”el hombre y el perro, el perro y el hombre…”. La letanía se perdía en la distancia.
Nunca se le oía saludar ni decir nada más. Cierto día, lo encontré acurrucado en el rincón de una acera, comía de un trozo de pan duro. Me acerqué y le hablé.
-Soy loco, me dijo sin tener en cuenta el sentido de mis palabras.
-Soy malo, agregó.
-Soy perverso y maltraté a mucha gente, ahora estoy solo con mi perro.
No sé cómo logré ingresarlo en un diálogo. Ahora me prestaba atención, abandonaba su monólogo.
Me contó trechos incoherentes de recuerdos. Relató crueldades con su familia, amigos, compañeros de estudio o de trabajo, su estadía en la cárcel.
Le hablé de médicos, si alguno había hablado con él. Se limitó a sacudir la cabeza de un lado al otro varias veces.
Su mirada imploraba algo así como piedad, amor, comprensión, no sé qué pero, algo reclamaba.
Supe que vivía en la calle, hacía tanto tiempo que ni él lo recordaba.
Se había aislado, no sabía de su familia ni de sus conocidos y amigos.
Pude rescatarle más recuerdos y ciertas reflexiones: La incontinencia de su crueldad, algo lo impelía a maltratar a los demás.
Nunca recibió visitas en la cárcel. Cuando quedó en libertad y regresó, solamente el perro de la casa lo recibió con alegría. Decidió irse y el perro lo siguió.
El primer perro que lo acompañó se murió. Consiguió otro y otro. Según él, todos los perros son iguales.
-Este perro son todos los perros, me dijo. Ante mi silencio continuó hablando.
-Todos son el mismo, entienden mi tristeza y mi alegría, no me juzgan, aceptan mis caricias, me acompañan.
Las palabras del hombre me impresionaron: todos realizamos actos o decimos palabras que hieren a otros, todos hacemos sufrir a alguien en algún momento. ¿Cómo se mide la diferencia del nivel de crueldad? ¿Por qué abandonamos a los violentos sin saber la causa de sus actitudes?
El perro fue el único que no calculó diferencias.
El hombre se puso de pie y continuó caminando con su letanía: “El hombre y el perro, el perro y el hombre, el hombre y el perro…”
Aurora Martino
Uruguay literario: uno de mis cuentos, "Julia y los otros"
Julia y los otros
Julia se sentía extraña en este mundo. Sus acciones y dichos eran mal interpretados, cuando no, objeto de burla y hasta desconfianza.
El ser humano era lo que más le interesaba. Se dedicaba a las personas como el jardinero que busca regar la tierra a fin de que las plantas florezcan en libertad.
Consideraba a los humanos como la gran maravilla de la Creación, polvo de estrellas y re-creadores del Universo. Solía decir que el alma humana tiene más constelaciones que el firmamento. Por eso, se ocupaba en lograr que cada uno desplegara ese mundo de constelaciones.
El desencuentro la llevó a observar que las palabras tenían distinta significación para unos y otros. Si eso ocurría, la comunicación se volvería imposible. Sobre todo, porque las conversaciones no daban lugar a la reflexión ni a la fundamentación, se imponía un lenguaje formalizado, casi autoritario. El “no” y el “sí” dominaban y se instalaban como un gran muro separador de las personas. Llegó a dudar de su propio entendimiento y a suponer que vivía una suerte de alienación. Nada mejor que recurrir a la ciencia. El Psiquiatra le dijo que su mayor fortaleza era su intelecto. Después de varias pruebas técnicas, le reconfirmó que tenía un alto nivel de razonamiento, así como creatividad, manifestación máxima de la inteligencia. El Neurólogo estudió sus neuronas y lucían como si fueran adolescentes. Por ahí, todo bien. Debía buscar por otro lado.
Fue a un hipermercado y encontró a una multitud de individuos colocados en las góndolas y escaparates. Estaban bien ordenados en los estantes. Todos lucían una etiqueta y un precio. Observó que cada uno asumía una postura propia como si un titiritero lo manejara a través de hilos tan invisibles que ni su conciencia podía verlos. Se miró en un espejo grande y no vio que ella llevara ni etiqueta ni precio.
Quiso ir al lugar donde se colocaban las etiquetas y el precio. Entró a un salón donde reinaba un orden imposible de definir. Un hombre hierático la instaló en una silla sin dejar de mirarla y examinar todos sus gestos y movimientos. El hombre miró el reloj y dijo lacónicamente que era hora de empezar. Ella le manifestó que quería averiguar sobre la etiquetas.
-Y precios, interrumpió el hombre. Estamos en el mercado, agregó, es la ley que nos rige, así que etiqueta y precio.
Julia no sabía qué decir, dejó que hablara el hombre de traje oscuro. Éste repitió lo de la ley del mercado y dijo:
- Usted es un producto, según sus características y funcionabilidad tendrá su etiqueta y su precio. Ahora, continuó, debo examinarla y medir sus características.
Sometió a Julia a un interrogatorio impreso en una computadora donde iba colocando marcas en ciertos recuadros.
La mujer esperaba y miraba al hombre, ahora con cara de problema. Hasta lo vio llevarse la mano a la frente, como si pensara. El silencio dominaba el ambiente.
Por fin, su interlocutor habló:
- La computadora no me muestra ninguna etiqueta ni precio para su producto, usted, aquí no existe, aclaró. Estoy en un programa estándar.
Anunció a la joven que iba a ingresar a otro programa. Finalmente, le dio el resultado:
- Su producto aparece con una vieja etiqueta llamada Dignidad Humana, tiene poco valor, es más, no aparece precio definido, no puede entrar al mercado en estas condiciones. Necesitamos etiquetas funcionales a las leyes de intercambio comercial y ésta no lo es. No podemos calcular el precio porque no es competitiva, no tiene marco de referencia en ningún circuito de transacciones como bolsas o bancos.
Julia abandonó el salón como si despertara de un sueño. Al menos, se salvó de ir a parar a una góndola, debería ser fría como un féretro.
Deambuló por calles y parques, disfrutó la armonía de la naturaleza y la sonrisa de los niños. El aire la acariciaba y le entregaba fragancias de frutas, maderas, flores y sudor del trabajo de los obreros que empujaban bloques de cemento. Se propuso olvidar a los individuos de las góndolas porque le producía mucha insatisfacción.
En su andar, encontró a Graciela. Le contó lo que había visto. Graciela ya conocía ese lugar y se había propuesto desarmarlo. En eso andaba. Buscaba personas fuera de las góndolas a los que llamaba los “no contaminados” o los “no etiquetados” indistintamente. Su plan era simple: volver a demostrar a cada persona que tenía libertad y dignidad por su sola condición humana. Lo difícil era reunir a los que todavía eran personas.
Julia se ofreció para acompañar en la tarea. Graciela le advirtió que era una actividad difícil, tenía mucho costo emocional y los fracasos predominaban sobre los éxitos.
-No me importan esas dificultades, siempre serán más positivas que resignarse. No quiero imaginar a toda la humanidad ordenada en las góndolas del supermercado, concluyó Julia.
La otra mujer le contó sobre su estrategia y los lugares donde había rescatado seres humanizados. Estos seres recuperaron su conciencia, su valor, su solidaridad y su compromiso con el resto de la humanidad.
-Los encontré aislados y en lugares variados, continuó Graciela: asilos, iglesias, viviendo solos en sus casas, caminado por las calles, sentados en las plazas.
-¿Cómo los descubres y te acercas a ellos?, preguntó Julia.
- Las miradas son el primer indicador, contestó Graciela.
Luego, observaba sus rostros, encontraba vestigios de sonrisas olvidadas y ojos que escondían lágrimas reprimidas. Suelen estar inclinados, miran hacia el suelo y todos sus gestos son de huída y temor. Lo difícil es iniciar una conversación con ellos, están muy acostumbrados a la soledad y la incomunicación. Cuando se encuentran las palabras justas, se inicia el diálogo a propósito de cosas triviales. Por lo general, el tema actúa como un disparador que muestra un tesoro acumulado y escondido. Sacan una cascada de ideas y palabras que empiezan a mostrar su personalidad.
Algunos son difíciles de abordar. Muchos son víctimas del ruido que los confunde. Los medios y el mercado les muestran una multitud de objetos y pocos pueden evitar la esclavitud, expresada como incapacidad para elegir libremente. Sin saberlo, van camino a la góndola del supermercado.
Otros conservan ideales, utopías y el deseo de construir un mundo mejor.
Graciela entendió que Julia estaba dispuesta a acompañarla. Se alejaron de la ciudad por una autopista zigzagueante de vehículos. Julia miraba un paisaje nuevo más allá de la autopista, Graciela giró el automóvil e ingresó a una ruta entre montañas. Un valle arbolado surgió ante la vista de las mujeres. Graciela anunció que estaban llegando a la comunidad de los “no etiquetados”, los libres.
Cruzaron el bosque y apareció un gigantesco edificio de cristal, era el lugar de entrada. Graciela dijo a Julia que debía permanecer allí, era el requisito previo. El salón de cristal lucía luminoso, allí era el lugar de reflexión. Un equipo de médicos, psicólogos, filósofos, teólogos de todas las religiones, artistas, antropólogos, y sociólogos recibieron a la joven aspirante. La sesión trataba de que la persona se encontrara a sí misma mediante una búsqueda interior. Luego, Julia salió a recorrer la comunidad. Vio paneles solares recogiendo energía desde una ladera, un centro de investigaciones, hombres y mujeres trabajando en huertas y jardines. Los escultores daban forma a la roca viva y los carpinteros transformaban la madera en objetos útiles cargados de originalidad. Había fuentes, cataratas y lagos creados por los que allí vivían. Todos trabajaban en lo que más les gustaba pero, recibían una rigurosa formación para perfeccionar sus aptitudes y cumplir sus proyectos. Los centros de estudios eran variados y abundantes.
Julia se enteró que la comunidad integraba una red con otras de distintos puntos de la tierra. Eso explica la sofisticada tecnología que manejaban ingenieros, médicos, investigadores y agricultores.
Lo que no había era casas bancarias porque no usaban dinero, todos aportaban con su trabajo y todos recibían lo que necesitaban.
Los rostros expresaban alegría y distensión porque no existía la violencia. El ocio era parte de la vida. Lo usaban para bailar, cantar, navegar por Internet, nadar en los lagos, leer, escuchar y ejecutar música, practicar deportes o pasear.
Julia respiraba libertad. Se le dio a elegir su trabajo, optó por la investigación antropológica y se incorporó al equipo de antropólogos.
Una tarde, le avisaron que alguien requería su presencia, era desconocido en la comunidad. Julia estuvo frente a frente con el hombre de las “etiquetas”. Vestía el mismo traje oscuro y mantenía su postura hierática. Habló antes que la joven preguntara o expresara su asombro.
-La seguí por el chip que coloqué en su mano, dijo el hombre. Julia se miró las manos. El hombre le señaló el lugar en la palma, donde las manos se juntan en el apretón del saludo.
¿Qué es esto?, preguntó a la joven. No figura en mis registros, continuó.
- Es que está fuera del mercado, respondió Julia.
- Buen lugar para turistas, reflexionó el hombre. Se puede vender bien, sería turismo ecológico. Tomé fotografías aéreas, continuó diciendo. Es un paraíso para los que buscan turismo de aventura o turismo de contacto con la naturaleza. Además, agregó, es una “rareza”, la gente quiere novedad.
-Julia lo miraba azorada. Usó el teléfono celular para comunicarse con los expertos diseñadores del sitio. Pronto estuvieron allí y enfrentaron al desconocido. Éste les repitió la misma historia.
Ante la negativa, amenazó con trámites legales, invocó el derecho de propiedad.
-Estamos cubiertos, respondió uno. Sabíamos que debíamos regularizar esa situación, este sitio nos pertenece: lo compramos.
-¿Cómo lo hicieron?, preguntó el hombre, algo desconcertado.
-Muy sencillo, vendimos todo lo que teníamos antes de venir aquí. Así logramos este lugar colectivo.
- Si no tiene nada más que preguntar, la visita ha concluido, dijo el mayor de los expertos. Extendió la mano para saludarlo, Julia se interpuso.
-Te va a colocar un chip, no le toques la mano, advirtió la joven.
-No temas, dijo el anciano, nuestra tecnología es superior. Ya detectamos tu chip, te lo dejamos para averiguar la causa, nos dimos cuenta que tú no lo sabías. También, sabemos que este hombre tomó fotografías de gran altura. Pero ya se las inutilizamos.
El desconocido amenazó con superar sus recursos técnicos. Ello generó preocupación porque la posibilidad existía.
Los expertos de la comunidad se reunieron en el salón de cristal. Eran conscientes del peligro.
Aurora Martino
Julia se sentía extraña en este mundo. Sus acciones y dichos eran mal interpretados, cuando no, objeto de burla y hasta desconfianza.
El ser humano era lo que más le interesaba. Se dedicaba a las personas como el jardinero que busca regar la tierra a fin de que las plantas florezcan en libertad.
Consideraba a los humanos como la gran maravilla de la Creación, polvo de estrellas y re-creadores del Universo. Solía decir que el alma humana tiene más constelaciones que el firmamento. Por eso, se ocupaba en lograr que cada uno desplegara ese mundo de constelaciones.
El desencuentro la llevó a observar que las palabras tenían distinta significación para unos y otros. Si eso ocurría, la comunicación se volvería imposible. Sobre todo, porque las conversaciones no daban lugar a la reflexión ni a la fundamentación, se imponía un lenguaje formalizado, casi autoritario. El “no” y el “sí” dominaban y se instalaban como un gran muro separador de las personas. Llegó a dudar de su propio entendimiento y a suponer que vivía una suerte de alienación. Nada mejor que recurrir a la ciencia. El Psiquiatra le dijo que su mayor fortaleza era su intelecto. Después de varias pruebas técnicas, le reconfirmó que tenía un alto nivel de razonamiento, así como creatividad, manifestación máxima de la inteligencia. El Neurólogo estudió sus neuronas y lucían como si fueran adolescentes. Por ahí, todo bien. Debía buscar por otro lado.
Fue a un hipermercado y encontró a una multitud de individuos colocados en las góndolas y escaparates. Estaban bien ordenados en los estantes. Todos lucían una etiqueta y un precio. Observó que cada uno asumía una postura propia como si un titiritero lo manejara a través de hilos tan invisibles que ni su conciencia podía verlos. Se miró en un espejo grande y no vio que ella llevara ni etiqueta ni precio.
Quiso ir al lugar donde se colocaban las etiquetas y el precio. Entró a un salón donde reinaba un orden imposible de definir. Un hombre hierático la instaló en una silla sin dejar de mirarla y examinar todos sus gestos y movimientos. El hombre miró el reloj y dijo lacónicamente que era hora de empezar. Ella le manifestó que quería averiguar sobre la etiquetas.
-Y precios, interrumpió el hombre. Estamos en el mercado, agregó, es la ley que nos rige, así que etiqueta y precio.
Julia no sabía qué decir, dejó que hablara el hombre de traje oscuro. Éste repitió lo de la ley del mercado y dijo:
- Usted es un producto, según sus características y funcionabilidad tendrá su etiqueta y su precio. Ahora, continuó, debo examinarla y medir sus características.
Sometió a Julia a un interrogatorio impreso en una computadora donde iba colocando marcas en ciertos recuadros.
La mujer esperaba y miraba al hombre, ahora con cara de problema. Hasta lo vio llevarse la mano a la frente, como si pensara. El silencio dominaba el ambiente.
Por fin, su interlocutor habló:
- La computadora no me muestra ninguna etiqueta ni precio para su producto, usted, aquí no existe, aclaró. Estoy en un programa estándar.
Anunció a la joven que iba a ingresar a otro programa. Finalmente, le dio el resultado:
- Su producto aparece con una vieja etiqueta llamada Dignidad Humana, tiene poco valor, es más, no aparece precio definido, no puede entrar al mercado en estas condiciones. Necesitamos etiquetas funcionales a las leyes de intercambio comercial y ésta no lo es. No podemos calcular el precio porque no es competitiva, no tiene marco de referencia en ningún circuito de transacciones como bolsas o bancos.
Julia abandonó el salón como si despertara de un sueño. Al menos, se salvó de ir a parar a una góndola, debería ser fría como un féretro.
Deambuló por calles y parques, disfrutó la armonía de la naturaleza y la sonrisa de los niños. El aire la acariciaba y le entregaba fragancias de frutas, maderas, flores y sudor del trabajo de los obreros que empujaban bloques de cemento. Se propuso olvidar a los individuos de las góndolas porque le producía mucha insatisfacción.
En su andar, encontró a Graciela. Le contó lo que había visto. Graciela ya conocía ese lugar y se había propuesto desarmarlo. En eso andaba. Buscaba personas fuera de las góndolas a los que llamaba los “no contaminados” o los “no etiquetados” indistintamente. Su plan era simple: volver a demostrar a cada persona que tenía libertad y dignidad por su sola condición humana. Lo difícil era reunir a los que todavía eran personas.
Julia se ofreció para acompañar en la tarea. Graciela le advirtió que era una actividad difícil, tenía mucho costo emocional y los fracasos predominaban sobre los éxitos.
-No me importan esas dificultades, siempre serán más positivas que resignarse. No quiero imaginar a toda la humanidad ordenada en las góndolas del supermercado, concluyó Julia.
La otra mujer le contó sobre su estrategia y los lugares donde había rescatado seres humanizados. Estos seres recuperaron su conciencia, su valor, su solidaridad y su compromiso con el resto de la humanidad.
-Los encontré aislados y en lugares variados, continuó Graciela: asilos, iglesias, viviendo solos en sus casas, caminado por las calles, sentados en las plazas.
-¿Cómo los descubres y te acercas a ellos?, preguntó Julia.
- Las miradas son el primer indicador, contestó Graciela.
Luego, observaba sus rostros, encontraba vestigios de sonrisas olvidadas y ojos que escondían lágrimas reprimidas. Suelen estar inclinados, miran hacia el suelo y todos sus gestos son de huída y temor. Lo difícil es iniciar una conversación con ellos, están muy acostumbrados a la soledad y la incomunicación. Cuando se encuentran las palabras justas, se inicia el diálogo a propósito de cosas triviales. Por lo general, el tema actúa como un disparador que muestra un tesoro acumulado y escondido. Sacan una cascada de ideas y palabras que empiezan a mostrar su personalidad.
Algunos son difíciles de abordar. Muchos son víctimas del ruido que los confunde. Los medios y el mercado les muestran una multitud de objetos y pocos pueden evitar la esclavitud, expresada como incapacidad para elegir libremente. Sin saberlo, van camino a la góndola del supermercado.
Otros conservan ideales, utopías y el deseo de construir un mundo mejor.
Graciela entendió que Julia estaba dispuesta a acompañarla. Se alejaron de la ciudad por una autopista zigzagueante de vehículos. Julia miraba un paisaje nuevo más allá de la autopista, Graciela giró el automóvil e ingresó a una ruta entre montañas. Un valle arbolado surgió ante la vista de las mujeres. Graciela anunció que estaban llegando a la comunidad de los “no etiquetados”, los libres.
Cruzaron el bosque y apareció un gigantesco edificio de cristal, era el lugar de entrada. Graciela dijo a Julia que debía permanecer allí, era el requisito previo. El salón de cristal lucía luminoso, allí era el lugar de reflexión. Un equipo de médicos, psicólogos, filósofos, teólogos de todas las religiones, artistas, antropólogos, y sociólogos recibieron a la joven aspirante. La sesión trataba de que la persona se encontrara a sí misma mediante una búsqueda interior. Luego, Julia salió a recorrer la comunidad. Vio paneles solares recogiendo energía desde una ladera, un centro de investigaciones, hombres y mujeres trabajando en huertas y jardines. Los escultores daban forma a la roca viva y los carpinteros transformaban la madera en objetos útiles cargados de originalidad. Había fuentes, cataratas y lagos creados por los que allí vivían. Todos trabajaban en lo que más les gustaba pero, recibían una rigurosa formación para perfeccionar sus aptitudes y cumplir sus proyectos. Los centros de estudios eran variados y abundantes.
Julia se enteró que la comunidad integraba una red con otras de distintos puntos de la tierra. Eso explica la sofisticada tecnología que manejaban ingenieros, médicos, investigadores y agricultores.
Lo que no había era casas bancarias porque no usaban dinero, todos aportaban con su trabajo y todos recibían lo que necesitaban.
Los rostros expresaban alegría y distensión porque no existía la violencia. El ocio era parte de la vida. Lo usaban para bailar, cantar, navegar por Internet, nadar en los lagos, leer, escuchar y ejecutar música, practicar deportes o pasear.
Julia respiraba libertad. Se le dio a elegir su trabajo, optó por la investigación antropológica y se incorporó al equipo de antropólogos.
Una tarde, le avisaron que alguien requería su presencia, era desconocido en la comunidad. Julia estuvo frente a frente con el hombre de las “etiquetas”. Vestía el mismo traje oscuro y mantenía su postura hierática. Habló antes que la joven preguntara o expresara su asombro.
-La seguí por el chip que coloqué en su mano, dijo el hombre. Julia se miró las manos. El hombre le señaló el lugar en la palma, donde las manos se juntan en el apretón del saludo.
¿Qué es esto?, preguntó a la joven. No figura en mis registros, continuó.
- Es que está fuera del mercado, respondió Julia.
- Buen lugar para turistas, reflexionó el hombre. Se puede vender bien, sería turismo ecológico. Tomé fotografías aéreas, continuó diciendo. Es un paraíso para los que buscan turismo de aventura o turismo de contacto con la naturaleza. Además, agregó, es una “rareza”, la gente quiere novedad.
-Julia lo miraba azorada. Usó el teléfono celular para comunicarse con los expertos diseñadores del sitio. Pronto estuvieron allí y enfrentaron al desconocido. Éste les repitió la misma historia.
Ante la negativa, amenazó con trámites legales, invocó el derecho de propiedad.
-Estamos cubiertos, respondió uno. Sabíamos que debíamos regularizar esa situación, este sitio nos pertenece: lo compramos.
-¿Cómo lo hicieron?, preguntó el hombre, algo desconcertado.
-Muy sencillo, vendimos todo lo que teníamos antes de venir aquí. Así logramos este lugar colectivo.
- Si no tiene nada más que preguntar, la visita ha concluido, dijo el mayor de los expertos. Extendió la mano para saludarlo, Julia se interpuso.
-Te va a colocar un chip, no le toques la mano, advirtió la joven.
-No temas, dijo el anciano, nuestra tecnología es superior. Ya detectamos tu chip, te lo dejamos para averiguar la causa, nos dimos cuenta que tú no lo sabías. También, sabemos que este hombre tomó fotografías de gran altura. Pero ya se las inutilizamos.
El desconocido amenazó con superar sus recursos técnicos. Ello generó preocupación porque la posibilidad existía.
Los expertos de la comunidad se reunieron en el salón de cristal. Eran conscientes del peligro.
Aurora Martino
viernes, 7 de septiembre de 2007
miércoles, 5 de septiembre de 2007
Comunicación con Luciano Tolfo
martes, 4 de septiembre de 2007
Uruguayos por el mundo: la familia Dávila Castro en el mercado de Qatar
El Souq, mercado de Qatar
Hola:
Ayer de noche,fuimos al Mercado. Fue "un parto" estacionar: a la cantidad de automóviles se le agregaba el tamaño (hay muchas camionetas enormes, de 6 u 8 lugares, también 4x4),inclusive, la que usa Pablo es grande. Estaba muy iluminado, aquí no ahorran energía, si agua, después, cuento en qué y cómo. El Souq se compone de galerías, pintadas a la cal, con techos de hojas de algo como paja, entrelazadas, parecidas al papiro. Vistas desde abajo, dan una sensación de frescura y liviandad. Están apoyadas en troncos finos, todos del mismo color: marrón oscuro. Asoman hacia afuera del techo creando una especie de segunda galería.
Los espacios están distribuidos en forma arbitraria. Forman patios cuadrados, rectangulares, abiertos entre ellos, donde se desarrollan distintas actividades recreativas.
A esas galerías, dan los locales que son pequeños y con aspecto modesto. Se puede encontrar ropa, artículos de bazar (lámparas de Aladino, samovares, narghiles, teteras varias, incienceros, recuerditos, menos llaveritos diciendo Qatar así que se jorobaron).
Cuestión aparte son los locales de venta de especies. Así como los supermercados colocan las frutas, ellos colocan curry, comino, pimienta negra, paprika, etc., etc. Afuera ya te reciben las bolsas de arpillera llenas hasta el borde de esas especies. De la misma manera, están los dátiles y una serie de frutas secas que ni probé ni pienso probar, pero que están ahí para que la gente pase, se sirva y pruebe, y luego compre si quiere.
Otros locales tienen dulces de todo tipo, en barras de más de dos o tres quilos, lo mismo los turrones y los chocolates mezclados con lo que se les ocurra.
Mientras recorres te vas acostumbrando al aroma especiado que envuelve el ambiente junto a una música de panderetas grandes e instrumentos de cuerda raros que no conozco, parecidos a las cítaras griegas.
En esas galerías, también se encuentras sofás para dos o tres personas, colocados enfrentados, con mesitas entre ellos, tapizados de brocato, la mayoría en colores oro y bordó (el bordó es el color de la bandera de Qatar). Ahora en invierno, le colocan pieles de oveja peinadas.
Ahí están ellos, uno o dos por sofá pues se sacan las sandalias que usan y arrollan los pies debajo de su bata larga. Conversan, toman té, fuman shisha (pipas de agua enormes) y dejan pasar el tiempo.
Se ven muy pocas mujeres, y cuando están, se sientan al lado en sofás aparte conversando entre ellas, la mayoría, cubiertas.
En los patios abiertos se agrupan alrededor de los que bailan y cantan sobre alfombras colocadas en el centro, sobre la arena. Se ven mucho más hombres que mujeres presenciando el espectáculo.
Algunos de los locales tienen como terrazas adjuntas y adaptadas a los techos y desde allí, con mesitas y sillas, se colocan algunos a comer, tomar bebidas sin alcohol, fumar y disfrutar del espectáculo.
En otras galerías, funciona, simultáneamente, el comercio de halcones. Estas aves están con gorritos de cuero paradas sobre un soporte parecido a un balde dado vuelta. Dos y tres hileras de ellos. Están quietos esperando no se sabe qué.
A su lado oyes el bla, bla, bla de los vendedores y compradores que hacen el regateo (parece que estuvieran discutiendo con sonido de matraca pero, es el idioma que te da esa sensación). Yo tenía la impresión que había entrando en un libro, cada lugar era una página. Esos libros que aprietas un botón y tienen sonido. Es un sentimiento muy extraño, pero carente de todo temor. Y eso que mientras miramos el espectáculo, las únicas mujeres éramos Larissa y yo entre más de cincuenta hombres ataviados a la usanza del país.
Iñaki se entusiasmó con la música y zapateaba al compás, se le acercó un viejito y feo árabe que golpeando palmas le seguía el ritmo. Todo un espectáculo que verán en fotos. Por hoy ya alcanzó, besos a todos! Blanquita y la barra de Qatar.
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