domingo, 9 de septiembre de 2007

Uruguay literario: mis cuentos "Pueblo chiquito"


Pueblo chiquito
El pueblo de mi infancia estaba abrazado por verdes colinas.
Era tan pequeño que podía ver todos los ranchos desde la puerta del mío.
Allí transcurrieron años entrañables de mi vida.
Mi familia trabajaba la tierra y criaba animales para el sustento de todos.
Los ranchos se construyen con bloques de terrones cortados regularmente del suelo. Toman una forma de ladrillo grande. Con estos terrones se levantan las paredes. El techo se realiza con totora, sostenido por troncos rústicos. Finalmente, se hace barro hasta lograr una pasta homogénea con la que se revocan las paredes. Esta práctica de construcción se mantiene tanto en el campo como en las zonas marginales de las ciudades de este país. Cada vez que veo hombres y mujeres construyendo su rancho, revivo el recuerdo del que me albergó en mi infancia.
El ambiente de la vivienda era acogedor. Mi familia pintaba el interior de las paredes con cal. Rayos de sol entraban por los agujeros de las ventanas y los niños jugábamos con ellos a la hora de la siesta de los mayores.
Ese mundo campesino y bucólico estaba lleno de paz y armonía con la naturaleza. El verde dominaba el paisaje y llegaba hasta el alma. Los trabajos y los juegos tenían al campo como escenario. Los niños descubríamos un mundo muy rico en la pradera: flores pequeñas y multicolores despertaban nuestro asombro en cada primavera. No entendía por qué, todos los años, volvían a renacer flores iguales, con la misma simetría, el mismo tamaño y el mismo color. Pensaba que la tierra tenía voluntad e inteligencia: nunca se olvidaba de las formas, los colores y el tiempo del campo en flor. Permanecía horas contemplando los pétalos de cada especie. Y comparábalos para descubrir alguna diferencia que nunca encontré.
Otro espacio de solaz y asombro era el arroyo. Aguas cristalinas estaban protegidas por un monte espeso. Disfrutaba el agua. En verano, nos bañábamos en ella niños y adultos. El monte tenía encanto, misterio y alegría: árboles grandes ofrecían frutos pequeños y dulces. Otros, mostraban flores rojas, tan rojas que parecía que desafiaban a los demás: eran los reyes del monte y del arroyo.
La mayoría de los habitantes del pueblo se dedicaba a lo mismo que mi familia: agricultura, fruticultura, cría de algún ganado y aves para la subsistencia.
Pero, había excepciones: un peluquero que recorría cada vivienda, una prostituta, dos almaceneros de ramos generales, una curandera, una comadrona, que era mi abuela, y una maestra.
La escuela era un rancho más grande. Tenía huerta, jardín y árboles como todos los otros. Los niños trabajábamos la huerta, aprendíamos ciencias y obteníamos productos para el almuerzo colectivo. La maestra era una mujer afectuosa, sencilla e inteligente. Solía entregarnos muchos libros de cuentos que llevábamos a nuestros hogares. Estos cuentos me mostraron lugares lejanos en el tiempo y el espacio. Así fue como conocí a Perraul, Grim y otros. Leí Las Mil y una Noches, Peter Pan y muchas leyendas y relatos populares anónimos. Supe sobre vikingos, germanos, rusos, hindúes, griegos, árabes y otros pueblos. Los relatos disparaban mi imaginación, me trasladaban a mundos distintos pero, siempre entendía la vida de los personajes: parecía que fueran de mi pueblo.
La escuela era un lugar donde se cantaba y se hacían rondas y bailes. Años después, descubrí que aquella maestra nos enseñaba danzas y canciones infantiles que se remontaban al español antiguo medieval, al portugués fronterizo, al canto indígena de la América Prehispánica, así como danzas tirolesas y de otras partes del mundo. La música y el canto salían de discos puestos en un gramófono que funcionaba “a cuerda”, es decir, cada cierto rato, la maestra hacía girar una manija como si aquella caja de música tuviera un aparato de relojería.
Así transcurría la vida, con un ritmo que todos aceptábamos: los niños, en la escuela, los adultos, en sus quehaceres diarios.
De tanto en tanto, aparecía un “turco” caminando y cargando un baúl grande sobre su espalda. El pueblo llamaba turcos a todos los que no tenían acento español ni portugués. Entre ellos, árabes, libaneses, turcos propiamente dichos y judíos. Hoy sé que eran judíos porque ellos mismos me contaron qué hacían cuando huían del nazismo y de los horrores de la guerra a estas tierras. Sus abuelos y sus padres se ganaron la vida recorriendo los campos con baúles llenos de los más diversos productos durante décadas.
La llegada de un “turco” era una fiesta. Abría su baúl y el asombro se apoderaba de mí. Las telas de colores brillantes se iban extendiendo sobre una gran mesa, mostraba calzado, sombreros, vestidos y una larga lista de objetos novedosos. Las muñecas eran lo que más me atraía. El “turco” me las mostraba con un gesto dulce y me explicaba toda la historia de cada una. Mi familia lo albergaba en el rancho donde comía y descansaba algunos días todos los años. Conversaba con mayores y niños, contaba sobre su familia, su lejano país y las peripecias de sus largas caminatas bajo lluvia, sol, sed y hambre por los campos sin gente.
Las cuatro estaciones se sucedían con regularidad, marcaban el ritmo de siembras y cosechas.
Un día el ritmo cambió. Una gran tormenta eléctrica azotaba el campo con relámpagos y el cielo, con truenos. El viento sopló con fuerza, trajo nubes espesas. La lluvia se prolongó por muchos días, anegó el campo y las aguas del arroyo salieron de su cauce arrastrando objetos desconocidos. Algunos habitantes comparaban el fenómeno climático con el diluvio bíblico. Los animales se refugiaban en las partes altas de las colinas, muchos fueron arrastrados por la corriente y no se supo nunca más de ellos. Los sembradíos desaparecieron y se perdió toda la cosecha.
Al fin, dejó de llover, el agua se fue retirando del campo pero, dejó un paisaje distinto.
Grandes charcos separaban unos ranchos de otros. Los árboles frutales estaban tan inclinados que, algunos, mostraban sus raíces. Ya no se veía verdes campos sembrados. Las aguas claras del arroyo, ahora, lucían turbias y desasosegadas. La corriente arrastraba animales raros y objetos desconocidos por la gente. Aparecieron cavernas profundas y peñascos afilados. Nadie tenía respuesta para tanto cambio. Trataron de olvidar el lugar junto al arroyo. No querían escuchar nada más sobre la presencia de nuevos fenómenos extraños. Continuaron su rutina: plantaron la tierra que asomó entre los charcos, enderezaron los árboles y, cuando los granos maduraron, procedieron a cosecharlos.
Algunos aventureros volvieron a la orilla del arroyo una y otra vez. Nada decían porque nadie quería saber más. Exploraban con cautela, observaban seres singulares. Las cavernas profundas los atraían. Los seis arriesgados decidieron penetrar una de esas profundidades. Reunieron cuerdas, recipientes livianos que ataron a sus cinturas y rústicas antorchas. Se organizaron en grupos de tres asidos a cada cuerda. Iban deslizándose por la oscuridad en declive. Cuando habían perdido toda noción de espacio, encendieron una antorcha. Uno dijo haber visto algo brillar hacia delante. Redoblaron esfuerzos y encendieron otra antorcha, así vieron un muro a cierta distancia como si fuera el fondo de la caverna. El declive dio paso a un espacio más plano. Lo que se vio brillar estaba allí: eran monedas de oro. Recogieron cuánto pudieron. Ascendieron y escondieron el hallazgo. La exploración continuó en todas las cavernas con el mismo resultado. Nadie les preguntó nada porque nadie quería saber más.
Los aventureros cabalgaron varios días hasta llegar a una ciudad, llevaban tres monedas con el fin de averiguar su valor. La ciudad era pequeña, no obstante, había un relojero, joyero y comprador de objetos de oro. Tomó las monedas, las examinó con su lente, les aplicó sustancias y, luego, las pesó en una balanza pequeña. El artesano confirmó que era el tan preciado metal. Acostumbrado al negocio, les ofreció una suma de dinero. Los campesinos regatearon, les interesaba saber el máximo valor o, al menos, aproximarse. Finalmente, vendieron las tres monedas. El comprador quedó satisfecho, no hizo preguntas, se limitó a decirles que podían traer más piezas de oro, le interesaba comprar.
El dinero obtenido les permitió recorrer la ciudad porque deseaban averiguar qué uso le podían dar a su riqueza sin despertar sospechas.
Un escribano les informó que el valor de la tierra iba a subir, lo mejor era comprar tierras.
Volvieron a su pueblo con la siniestra intención de apoderarse de los campos de cultivo. Mostraban las monedas y explicaban todo lo que se puede hacer con tanto dinero. Luego, proponían comprar el campo. El peluquero no pudo negociar porque su rancho estaba ubicado en un terreno pedregoso. La prostituta vendió la mayor parte de su parcela, dejó el rancho rodeado por una faja angosta donde estaba el jardín y su laurel florecido. Varios habitantes vendieron todo, soñaban con el poder que les daría tanto dinero. Mi abuelo dijo que la fragancia de sus duraznos, la redondez de sus naranjas y el verde de su campo no tenían precio. Uno de los almaceneros manifestó que era feliz entre las telas, los cajones con fideos, el perfume del café y la visita de sus clientes. El habitante de la parte alta de una colina no quiso vender su paisaje.
Los que habían vendido todo, o casi todo, se deleitaron varios días mirando las bolsas llenas de monedas de oro. Pero, necesitaban comida. Empezaron a comprar. Cada bolsa se iba achicando.
Los nuevos dueños instalaron altos cercos alrededor de sus propiedades. Personas y animales no podían entrar ni salir sin sus autorizaciones.
El gobierno obligó a los propietarios de las tierras a abrir caminos para que la gente saliera de sus ranchos, circulara el carro con el Correo cada quince días, la maestra fuera a la ciudad y la policía recorriera el pueblo de tanto en tanto. Se trazaron caminos angostos custodiados por cercos altos de alambre tejido.
Los pocos que conservaron su campo continuaron la rutina. Los que habían vendido gastaban el dinero en necesidades de subsistencia y en objetos vanos. Muchos visitaron la ciudad por primera vez y volvieron cargados de novedades superfluas. Las bolsas se vaciaban. La prostituta no recibía visitas porque los hombres sin amor se iban al pueblo a buscarlo en otros cuerpos. Los más pródigos terminaron sus monedas y huyeron a la ciudad cercana en busca de trabajo. Se instalaron en los alrededores, no conseguían trabajo digno y, muchos terminaron en la mendicidad.
Escaseaba la comida y la leña. En los atardeceres, se veía niños arrastrarse bajo las cercas para arrebatar algún leño que atenuara el frío invierno. Yo tenía que acompañar a la prostituta porque ella no tenía niños que cruzaran la cerca. Mi cabello se enredaba en el alambre, los pastos duros arañaban mis rodillas y los leños terminaban la tarea rasguñándome rostro, piernas y brazos. La prostituta aguardaba del otro lado e iba formando haces regulares. Volvíamos por el camino hacia mi hogar, allí recogía un tarro con leche y algunas frutas para la mujer. La acompañaba hasta su vivienda porque ella tenía los brazos ocupados con la leña. Nunca me invitó a entrar al rancho, colocaba los atados junto al laurel, cortaba una flor de invierno, me la regalaba con una sonrisa y me invitaba a retornar prontamente a mi hogar.
El acordeón de don Cirilo dejó de cantar en las noches de verano. Las manchas de luz nocturna de las puertas de los ranchos fueron apagándose.
Pasaron meses y años. Los niños fuimos creciendo en la escuela. La maestra tenía palabras de esperanza. Nos decía que vendrían personas justas a ayudarnos a derribar las cercas y se produciría el retorno de los que se habían ido. Los más grandes debíamos prepararnos para rellenar las cavernas y limpiar el arroyo, nuestro arroyo.
Si el sueño que forjamos en la escuela no se cumplía, quizá todos terminaríamos marchándonos lejos.
Muchos atardeceres me encontraron sentada bajo el sauce mirando el camino angosto por donde volvería la gente de mi pueblo chiquito y el verde continuaría abrazándonos a todos.


Aurora Martino

2 comentarios:

Proyecto Hornero dijo...

Aurora: un poco de casualidad encontre su blog, buscando las palabras rancho+tierra+uruguay, buscando informacion al respecto. Hace muy poco estuve con otros arquitectos uruguayos y argentinos en un pueblo de paysandu donde esta trabajando la universidad, la intendencia y el mides. Se llama Los Ceballos y gran cantidad de las pocas casa que hay son de tierra. Me hizo acordar mucho a lo que describe Ud. en su blog en el articulo "Pueblo Chiquito". Entre otras cosas estas instituciones (en especial la universidad) esta brindando asesoramineto tecnico para mejorar, en base a lo que hacen los pobladores y sus tradiciones, las condiciones de sus viviendas pero sin modificar los materiales (madera, paja, tierra). A su vez, yo tambien partiocipo de un proyecto de construccion en tierra que comenzo siendo un proyecto entre la facultad de arquitectura y la de agronomia. Le dejo las direcciones de internet de ambos proyectos por si le interesa:

Proyecto Hornero (sitio web): http://www.proyectohornero.edu.uy
Proyecto Hornero (blog):
http://bloghornero.blogspot.com
Proyecto Fronterra:
http://proyectofronterra.googlepages.com

Saludos
Arq. Alejandro Ferreiro

aurora dijo...

Gracias por la invitación.
Razones de trabajo me impidieron ver el comentario hasta la fecha.
Celebro que mi cuento haya enriquecido las ideas de ese proyecto