El Tesoro de la Playa Malvín
Montevideo es una ciudad sobre la costa de un amplio estuario. Está rodeada de playas diversas y hermosas. Sus habitantes aman el agua, juegan en ella. Algunos disfrutan contemplándola sentados en la arena. Otros nadan, navegan, practican canotaje o, simplemente, se sumergen en las altas olas.
Martina practicaba canotaje y enseñaba a niños y jóvenes en la playa Malvín. Esto ocurría en los veranos.
Un día, se interesó por el buceo. Su espíritu aventurero la invitaba a descubrir los secretos de las profundidades.
Cuando hubo dominado el arte de bucear, invitó a otros jóvenes. Así, comenzaron largos paseos por el fondo del estuario. Los bancos de arena son abundantes en estas aguas, hay leyendas y realidades de barcos atrapados desde que el hombre blanco navegó por aquí. Los naufragios de piratas y de barcos de las marinas españolas y portuguesas fueron frecuentes desde el siglo XVI.
Martina conocía esos relatos, pero no tenía intención de buscar tesoros perdidos: le bastaba con vivir la naturaleza y nadar en las aguas profundas.
Todos los días del verano, estos jóvenes aventureros se reunían en la costa. Se iniciaba el ritual de vestir los trajes de buzo, controlar todos los instrumentos y saltar al yate del tío de Guillermo. Este yate les permitía entrar varios kilómetros aguas adentro. Juan, que así se llamaba el dueño de la embarcación, mantenía los cables de los buceadores, se comunicaba con ellos y estaba atento ante cualquier contratiempo. Era uno más de los aventureros.
Sebastián admiraba la tarea de Juan, muchos días, abandonaba el buceo y se quedaba junto a él protegiendo a los otros. Aprendió a manipular todos los implementos de seguridad. Juan lo invitó a orientar la embarcación desde el timón. Desde ese día, Sebastián se hizo marinero. Poco a poco conoció el arte milenario de flotar sobre las aguas. También, aprendió sobre la vida. La conversación de Juan era amena y llena de sabiduría. Conocía tanto el mar que Sebastián llegaba a imaginarlo con barba roja, pipa olorosa, ojo tapado y pierna de palo. El pantalón de mezclilla y la camisa a rayas del marinero lo volvían de su fantasía.
Sebastián abandonó el buceo diario para transitar con Juan cabalgando sobre las olas.
Guillermo y Claudia eran los dueños de la fantasía en el grupo. Ellos sí soñaban con un tesoro enterrado en algún banco de arena. Convencieron a Juan de que navegara hacia la isla de las Gaviotas. Después, pudieron llegar a la isla de Flores. Ésta última había sido un viejo presidio. Estaba llena de fantasmas, los dos jóvenes creían haber oído gemidos de prisioneros torturados. Juan los disuadió, les demostró que esos lamentos venían del agua cuando subía a la vieja construcción, golpeaba fuerte y las paredes devolvían un eco plañidero.
Otra vez, quisieron ir, al anochecer, a la playa De la Mulata. Conocían la leyenda de una mujer que salía del agua a bailar en la arena las noches de luna llena. La Mulata había sido una esclava de la época colonial. Su belleza cautivó a un joven patricio. Se amaban junto a la playa, fuera de las miradas del sistema. Un día, la Mulata se murió de amor. Su amado no llegó a la cita. La joven salía a bailar las noches de luna llena.
Martina y el grupo continuaban buceando. Sebastián desertó para seguir junto al timón y a Juan.
Claudia y Guillermo se arriesgaban, siempre buscando zonas desconocidas, solían separarse del grupo. Soportaban los enojos de los otros y escuchaban los consejos de Juan, pero insistían. Una mañana, tocaron algo duro enterrado en el fondo: subieron con la noticia. Juan llamó a los otros, dejó a Sebastián a cargo del yate y él mismo se tiró a bucear con los jóvenes. Las linternas mostraron el objeto: era un vote de pescadores hundido hacía poco tiempo. Juan recordaba el episodio y ese día de aguas embravecidas por el gran temporal.
Bucear era un placer, compartían la profundidad con los peces y otros seres del agua que nadaban junto a ellos sin apartarse. Conocieron varias especies y sabían dónde encontrarlas agrupadas en un cardumen.
El verano llegaba a su fin. Las aguas de marzo estaban más tibias. Todos debían retomar sus estudios, seguir la rutina y esperar al próximo verano.
Al año siguiente, el mes de diciembre se inició con días muy cálidos, lo que anunciaba un buen verano. Los jóvenes y Juan retomaron sus encuentros en la playa Malvín. Buceaban con más seguridad y cada día, anunciaban algún proyecto nuevo.
Una mañana, José se adelantó al grupo, nadó con más rapidez, se aparto algo de sus compañeros. Era un comportamiento extraño porque siempre fue muy disciplinado. Seguía los consejos de Juan de no alejarse unos de otros. Su linterna iluminó un objeto alargado clavado en el fondo. Jaló para sacarlo del medio, no pudo, el objeto ofreció gran resistencia. Pudo apreciar una textura como metálica. Asió el objeto con su mano izquierda y usó la otra mano para escarbar el fondo, pudo tocar otros elementos duros. Tomó posición vertical asido de su hallazgo, usó los pies para explorar algo más. Comunicó el hecho a Juan. Éste trató de ubicarlo por el sonido, acercó el yate y se introdujo al agua. Por suerte, se reunió con José en escasos minutos.
Juan comprobó el hallazgo. Ordenó al joven que subiera, podía agotarse. Comunicó a Sebastián que llamara a todos a subir al yate. Siguió examinando el objeto, se desplazó un metro y continuó buscando, logró tocar durezas. Su problema, ahora, era cómo señalizar el lugar. Trató de ascender verticalmente hasta divisar el yate. Pudo hacer un cálculo aproximado de la distancia y la dirección. Solicitó a Sebastián que tirara el ancla, que el yate no abandonara su posición.
Cuando Juan retornó, todos rodeaban a José, las preguntas se sucedían vertiginosamente, el tímido José no podía contestar todo, ni tenía tantos detalles. Juan les pidió calma, Claudia y Guillermo no dejaban de repetir: “Nosotros estábamos seguros, íbamos a encontrar un tesoro”.
Era necesario descansar, Juan estaba muy tenso. Cristina, la que estaba en todos los pequeños detalles, sirvió refrescos y habló de otras cosas.
Cuando hubieron descansado, Juan se dirigió a Claudia y a Guillermo: vistan los trajes -les dijo- controlen bien los tanques de oxígeno, no olviden nada, los demás esperen arriba.
El hombre y los dos jóvenes se lanzaron al agua. No fue difícil llegar al lugar. Claudia y Guillermo removían el fondo con todas sus fuerzas. Guillermo pudo separar algo de forma indefinida. Claudia rescató un pequeño objeto que parecía una moneda. Ya habían permanecido mucho tiempo sumergidos, el hombre dijo que era hora de salir.
Claudia y Guillermo mostraban lo encontrado, todos examinaban, no había dudas: la joven había encontrado una moneda de oro.
Juan miró al horizonte con sus prismáticos, reconoció una embarcación patrullera que era capitaneada por su amigo Bermúdez. Se comunicó con él por la radio. Pidió que se acercaran, aclaró que no había ninguna emergencia, quería saludar a Bermúdez y bromear un poco. El amigo asintió. Cuando el pequeño patrullero estuvo cerca, Juan volvió a la radio, solicitó a Bermúdez que viniera al yate. Bermúdez era un bohemio, pronto estaba subiendo la escalerilla del yate. Juan se apartó con él a cierta distancia del grupo de jóvenes, le contó todo. Bermúdez intuyó que no era broma, conocía muy bien a Juan. Prometió conseguir elementos como para una excavación más profunda, sería al día siguiente que no trabajaba. Convinieron que Juan se sumergiría para indicar el lugar y Bermúdez ordenaría a la tripulación que colocara una boya.
–Nadie preguntará nada, dijo, los muchachos me conocen, somos viejos “lobos de mar” y sabemos callar.
Todos querían volver a bucear, Juan fue terminante; volverían al día siguiente, más temprano, a las siete, se encontrarían en el Puerto del Buceo. Ninguno pidió explicaciones respecto a los cambios.
Todos estuvieron en el lugar indicado, algunos, antes de la hora fijada. Juan dio instrucciones. Sebastián se encargaría del yate, él y su amigo navegarían en una chalana. Los jóvenes observaron una multitud de herramientas depositadas en la vieja embarcación de Bermúdez, a penas reconocieron palas, picos, redes tupidas amontonadas, no conocían nada más de lo que veían.
Los hombres mayores decidieron que Martina y los varones pasaran a la chalana. Les iban a enseñar el uso de aquel herramental. Las muchachas se quedarían en el yate auxiliando a Sebastián y atentas a cualquier llamado de los que estarían sumergidos.
Cristina sugirió que algunas se vistieran con trajes de baño y tomaran sol en la cubierta. Entendía que eso disiparía sospechas, alguno de la playa podía notar los cambios pero, tomar sol no era nada extraño.
La búsqueda arrojó más resultados de lo esperado. Cuando emergieron, portaban muchos objetos en los sacos de redes.
Bermúdez confesó a Juan que lo encontrado era un barco, el esfuerzo valía la pena. Adelantaría sus vacaciones anuales para trabajar con el grupo. Convinieron en no despertar esperanzas excesivas entre los jóvenes.
Los días siguientes fueron de arduo trabajo. Bermúdez y Juan enseñaron a todos a usar las herramientas, realizar una buena excavación y cómo recoger objetos. Trabajarían en turnos organizados por Martina. Ella conocía mejor que nadie las aptitudes y la resistencia de cada uno: les había enseñado a bucear.
Todos sabían ya que estaban recuperando el tesoro de un barco.
El verano finalizaba. Tenían una multitud de piezas antiguas que trataban de reconocer o imaginar qué función habrían cumplido. Carecían de herramientas para levantar el barco, o partes importantes del mismo. Era hora de comenzar a mostrar su hallazgo, golpearon muchas puertas pero, nadie les creyó. Decidieron exponer parte del tesoro en la vitrina de un shopping. La gente miraba con mayor o menor atención, estaba acostumbrada a ver de todo, muchos habían perdido la capacidad de asombro. Una mujer comentó en voz alta:
-Esto lo hace cualquier artesano, solamente necesita ingenio, un poco de pintura y algún repujador de metales. Ah! -continuó- ¿jóvenes?, ¡qué desacierto!
Un hombre añoso reflexionó: que difícil resulta distinguir la realidad de la fantasía en este tiempo.
-Mira eso, dijo un joven a otro que paseaba con él por el shopping.
-¿Qué? ¡Hay locos para todos los gustos! Con tal de salir en la prensa…. Fíjate el cartel: “Objetos encontrados por un grupo de jóvenes en Malvín”. ¿También los de nuestra edad se unen a las mentiras?
-Tú das una opinión insensata. ¿Por qué dudas de estos muchachos?
-Deja de filosofar y hacer volar tu imaginación, eso ya pasó, es antiguo. Vamos a lo nuestro. Allí están los nuevos modelos de calzado deportivo. ¡Qué buenos! ¡Qué marca fabulosa!
La exposición no dio ningún resultado. La prensa sacó algún artículo en la sección de Curiosidades. Los títulos más comunes eran “Jóvenes dicen haber encontrado objetos raros” o “La fantasía nos invade”.
Claudia envió el relato de los hechos a una editorial que anunciaba una publicación sobre Leyendas Urbanas. Se iba a seleccionar un grupo de cuentos. No incluyeron su narración. La publicaron en una colección de Cuentos para Niños bajo el título “El Tesoro de la Playa Malvín”
El grupo continuaba su vida. José estudió Arqueología. Martina terminó su licenciatura como Bióloga Marina. Sebastián llegó a ser Capitán de Fragata. Guillermo se especializó en Arqueología Submarina. Claudia cursó estudios de Literatura y es una buena escritora. Juan y Bermúdez no estudiaron nada porque habían cursado en la “universidad de la vida”. Otros fueron Ingenieros, Paleontólogos, Periodistas, Historiadores. Todos formaron parejas, algunos ya tenían hijos. Se destacaban en sus profesiones y trabajaban con éxito.
Pero, todos los veranos volvían a la playa Malvín en busca del tesoro.
Aurora Martino
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