martes, 15 de abril de 2008

Mis cuentos: reiteración dedicada a Fernando, un uruguayo que vive en Galicia



Los gallegos

Muchos gallegos llegaron a Uruguay cuando finalizó la Guerra Civil española.
Algunos fueron expulsados por razones económicas y otros, por razones ideológicas.
Sebastián era un republicano, luchó con ferocidad, su cuerpo daba testimonio a través de sus cicatrices.
Era un estudiante avanzado, tenía buen criterio e inteligencia. Había vivido en el Ferrol, en la ciudad. Su familia tenía un buen pasar, clase media de agricultores. Se dedicaban a la fruticultura, al cultivo de hortalizas y criaban algo de ganado. Tenían una casa en el campo y otra en la ciudad donde vivía la familia y estudiaban los hijos.
La guerra les llevó todo, no solamente la tierra, también los hijos, algunos murieron y otros emigraron.
Sebastián huyó de España como polizón en un barco carguero. Llegó a Uruguay con la ropa puesta. Trató de localizar a otros gallegos en alguna calle de una ciudad desconocida. Montevideo estaba húmeda y con neblina, sintió morriña de su tierra. Caminó mucho, pudo estirar sus piernas, mirar, agudizar el oído para escuchar alguna palabra gallega. Finalmente, mientras cruzaba por la puerta de un café, escuchó lo que esperaba. Lo recibieron con algarabía: jotas, cantos, música de gaitas. Los que allí vivían y trabajaban conocían el momento de desarraigo que vivía Sebastián.
Pronto, empezó a trabajar como mozo en un café. Llevaba una vida austera, ahorraba incansablemente. Los dueños del café necesitaban un sereno, Sebastián no dudó en ofrecerse, eso le ahorraba el gasto en vivienda.
Sus primeros meses fueron de trabajo. Su día libre lo pasaba en el café: escribía cartas a Galicia, lavaba la ropa y lo invadía la morriña.
Uno de sus compañeros de trabajo lo invitó a conocer un lugar de reunión de gallegos recién llegados. Se llamaba Valle Miñor. Allí se encontró con muchos coetáneos, buscaron relaciones conocidas, tomaron vino, bailaron y tocaron la gaita. Sebastián olvidó un momento su tierra natal.
Conversó con hombres y mujeres, jóvenes y no tanto. Todos conservaban algún rastro de la guerra. Todos tenían un recuerdo fuerte de sus allegados que permanecían en España. Se enteró que sus compatriotas juntaban dinero para enviar a los familiares que no podían venir.
Ese día conoció a Lola, una joven chisporroteando, optimista. Por primera vez oyó decir: esta es mi nueva patria, encontré en Uruguay lo que buscaba en España, en mi Galicia querida. Sebastián se interesó por las opiniones de Lola, se acercó a ella y empezó a preguntar.
Lola descubrió en Montevideo algo de su Galicia: la llovizna, los días húmedos gran parte del año, el viento soplando del mar, olor a pescado en la costa y una gente con la que compartía una antigua tradición común.
Transmitió todo eso a Sebastián, la conversación se prolongó.
Los días libres, Sebastián iba a encontrarse con los otros. Lola, también. Sebastián quiso saber de ella, nunca la había visto en Galicia.
Ella no vivía cerca de las rías del Ferrol, al contrario, su aldea estaba al este, próxima a Castilla. Las montañas empezaban a compartir el paisaje gallego. Lola veía la altura Peña Trevinca, tan alta que parecía estar muy cerca.
Su familia era muy pobre. El terreno poco fértil los obligaba a llevar algunas ovejas y cabras en busca de pastos más tiernos y abundantes. Cosechaban la huerta. El padre buscaba algún trabajo fuera de las épocas de siembra o cosecha. Alguna vez, caminó hasta la costa y se embarcó a pescar. Trajo algunas vieiras como regalo para sus hijos y muy poco dinero. La madre de Lola, como buena gallega, amaba a su hombre y no quería que se le perdiera en el mar.
Tenían una vaca que daba la leche a todos.
Cuando empezó la Guerra Civil, el padre tuvo que ir al frente. Lola, su madre y sus hermanos escondieron la vaca en la cocina porque cabras y ovejas ya no tenían. Usaban papeles a modo de cobertor porque reservaban sábanas y frazadas para coserse ropa.
La vaca era sagrada: era el alimento seguro. Los muchachos le traían agua y pasto de los alrededores.
El padre de Lola volvió pronto porque sufrió una herida de guerra que lo imposibilitó para la lucha. Volvió con un primo, también inválido. Los dos hombres decidieron enviar a sus hijos fuera de España. La emigración los salvaría del hambre y, si todo iba bien, ellos irían tras ellos.
Así, llegó Lola, sus hermanos, sus primos y otros jóvenes a Montevideo, ciudad capital de Uruguay y puerto de comunicación con España y el resto del mundo.
Se empleó como sirvienta en una casa lujosa.
-Tengo mucha comida, contó a Sebastián. La “señora” me trata bien. Sus hijas tienen más o menos mi edad y son amables. Eso sí, me dicen Gallega o Galleguita, pero, no me importa, me recuerda mis raíces.
-Vivo allí, continuó la joven. Limpio, lavo la ropa, ayudo a la “señora” a cocinar, plancho, peino a las niñas para las fiestas. Tengo mi dormitorio, mi cuarto de baño y mi entrada a la casa independientes.
-Que va, siguió, digo mi dormitorio, pero es el de la sirvienta.
-Todo brilla en esa casa, mi “señora” me alaba ante sus amigas.
-Deja de contar, Lola, dijo un gallego viejo. No sabes que contar es hablar sola. Baila, mujer, baila y canta como tú sabes. Deja de historias.
-Eh, tú, dijo el viejo a Sebastián, ¿de dónde eres?
-Del Ferrol.
-Cuenta más, hombre.
-Nada distinto a todos, me vine huyendo del fin de la Guerra Civil, había luchado con los republicanos, pero pude escapar y aquí estoy.
-Me caes bien, ¿quieres trabajar conmigo?, preguntó el viejo Manolo.
Sebastián le contó sobre su trabajo de mozo y la ventaja de tener donde dormir.
-Te ofrezco más, replicó Manolo, mi hijo no puede hacer todo, tengo un café muy grande, mi mujer y mis hijas cocinan para los parroquianos…, es mucho trabajo. Entre un uruguayo y tú, te prefiero. Los uruguayos viven una vida fácil, están para las oficinas y los “escritorios”, todos quieren ser doctores, no agachan el lomo. Se creen que eso es para gallegos.
Manolo convenció a Sebastián. Su antiguo patrón se alegró porque él no le podía ofrecer más.
-Eres un muchacho valioso y fuerte, sigue tu camino, le dijo el primer patrón.
Efectivamente, la vida de Sebastián cambió junto a Manolo. Trabajaba fuerte, ahorraba, mandaba algo a sus padres y todo se lo contaba a Lola. Ella seguía con su “señora”, ahorraba, mandaba parte a Galicia pero, su deseo era traer a sus padres. No gastaba nada, la patrona le regalaba ropa usada, le daba la comida y la estimulaba a ahorrar.
-No puedes ser una sirvienta toda la vida, le dijo un día mientras pelaban papas. Junta, junta mucho, mereces tener una familia y una vivienda decorosa.
Lola contestó que ahorraba para pagar el pasaje a sus padres.
-Me parece bien, agregó la “señora”, pero una cosa no quita la otra, puedes ir mirando a algún joven, eso sí, las visitas aquí, en mi casa, no tienes que andar por la calle. Tienes el jardín, tus habitaciones, la rambla para pasear. Si vas al cine con un joven, te acompaño yo o va una de mis hijas.
Lola se limitó a agradecer y a decir a su patrona lo bien que la trataban.
-Tú lo mereces, eres muy buena, muy valiosa, te ayudaremos en todo, concluyó la mujer.
Sebastián y Lola se veían todos los domingos en el Valle Miñor. La historia siguió como se esperaba: se ennoviaron. La joven le hizo saber todas las exigencias de su “señora” lo que satisfizo al joven.
Ambos habían ahorrado lo suficiente para que sus padres llegaran a Uruguay a trabajar.
Manolo instaló otro restorán y encargó a Sebastián del mismo. Eso permitió que sus padres trabajaran. La fortuna empezó a crecer. Hacía tres años que vivía en Montevideo y que conocía a Lola. Era hora de casamiento.
La “señora” lo ayudó a elegir anillos, traje de bodas y ofreció su casa para la fiesta. Luego, llevó a Lola a una casa de modas para que eligiera su vestido blanco el que le regaló con mucho gusto.
El final es imaginable. Lola y Sebastián todavía son pareja, tuvieron hijos y nietos, viajaron a España. Vivieron bien y felices como todos los gallegos que cambiaron de patria y llegaron a Uruguay, lo que ellos llaman “mi patria elegida”. Aquí estaba lo que quieren y la paz que no encontraron en su tierra.
Llegó un tiempo en el que Uruguay vivió una dictadura y se desdibujó el estilo del país.
Fabián lloró. Solamente él y los otros gallegos sabían lo duro que es cuando la oscuridad cubre instituciones y personas, cuando el terror viene del Estado, cuando todos están bajo sospecha y la confianza se pierde. El Valle Miñor se volvió silencioso: no más jotas y gaitas. Los paisanos se reunían a hablar en voz baja. Mataban las horas con algún juego de cartas.
Nada podían hacer por su condición de extranjeros, luchaban para no ser expulsados de su “patria elegida”.
Cierto día, Manolo dijo a Fabián:
-Oye, coño, que fiera es el hombre. Huimos de un país quebrado, aquí encontramos paz, formamos nuestras familias, queremos esta tierra. Y a estos uruguayos de mierda les da por pelear y meter terror. Tienen tanta cosa buena, por qué esto! Quién les da manija! Oh! Pedazo de burros!
-Oí que muchos sufren tortura, acotó Fabián. Y otros han desaparecido.
-Coño, repitió Manolo.
Aurora Martino

2 comentarios:

fernando dijo...

Aurora, te agradezco que me dediques la reiteración del cuento. Lo difundiré ,si tu me lo permites. Un abrazo Fernando

aurora dijo...

Fernando: puedes difundirlo todo lo que desees.
Reitero mi invitación a que envíes fotos y relatos de tu vida en Galicia. O de aspectos que quieras se conozcan acá por la colectividad gallega e incluso por tus amigos y familiares.
Este es uno de los objetivos de mi blog: estrechar vínculos entre uruguayos residentes en el país o fuera de él
Un abrazo uruguayísimo
Aurora